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lunes, 12 de enero de 2015

Lussu en el altiplano: un testimonio italiano de la Gran Guerra


La práctica totalidad de la memorialística de Gran Guerra versa sobre carnicerías inútiles, el tedio de la trinchera y el temor a una muerte terrible. Jünger, Barbusse, Graves y un largo sinfín de escritores no defraudan. Con más o menos realismo invitan al lector a un macabro universo sensorial: lo cítrico del gas mostaza, el barro succionador de la trinchera y el insoportable hedor de cadáver que todo lo invade. Justo al otro extremo de la balanza se encuentra Emilio Lussu y su Anno sull'Altipiano.
Sardo de nacimiento y teniente de complemento en la famosísima Brigada Sassari, sus souvenirs son un soplo de frescura entre tanta atmósfera irrespirable. Confiesa en su prólogo que fue Gaetano Salvemini quién lo empujó a explicar sus experiencias, descritas por él mismo como un testimonio más.
Un Anno sull'Altipiano es un retrato fresco, divertido y en ocasiones hilarante. Insisto en la frescura por tres razones: un estilo nada tedioso, la disparidad de vivencias -no siempre bélicas- y la ausencia de moralina. Lussu evita pontificar. Su visión de la guerra es por norma desenfadada y nada arrogante, a pesar de la estupidez que impera en determinados mandos y círculos sociales. Soporta las contrariedades con estoicismo y un humor que lo alejan de lo sombrío.
Lussu escribió un Anno durante su estancia en un sanatorio suizo entre 1936 y 1937. Curiosamente el libro se publicó en Paris en 1938. Su antifascismo militante, el exilio y el propio contenido del libro entorpecieron su edición en Italia. No obstante, y a pesar de la censura, Un Anno sull'Altipiano se convertiría muy pronto en el referente de testimonio italiano de la Gran Guerra. La narración histórica de la obra abarca desde mayo/junio de 1916 hasta principios de julio de 1917. Encuadrado en la Brigada Sassari, Lussu vive en primera persona la ofensiva austríaca que tuvo lugar entre el 15 de mayo y el 17 de junio de 1916 en la zona del Altiplano de Asiago conocida como Strafexpedition (expedición punitiva) o Battaglia degli Altipiani. Concebida como un intento de abrirse paso hasta la llanura véneta y coger por la retaguardia al grueso del ejército italiano del frente isontino (Isonzo), la infantería de montaña austríaca consiguió adentrarse en territorio italiano y poner en jaque al ejército italiano, que tras una ardua resistencia logró cerrar la brecha y contener el avance enemigo. Durante esos meses Lussu promocionará de subteniente a capitán, tanto por su arrojo en el combate como por la ininterrumpida sangría en la oficialidad. El frente del altiplano no es el infierno del Carso o del Somme pero tampoco es un sector tranquilo: la estupidez (véase el elpisodio del Monte Fior) y la incompetencia de los mandos así lo evitan. A pesar de tratarse de un sector poco 'decisivo' estratégicamente hablando, el Alto mando italiano - con absurda gesticulación - se empeña en romper un frente del todo inaccesible. No ya por los exiguos medios con los que cuenta sino por la dificultad del terreno y la mejor disposición en el terreno de las tropas austroúngaras. A pesar del frenesí narrativo de Lussu y la emoción que desprende, la descripción bélica no alcanza en ningún momento el clímax de Jünger o Sassoon. Lussu consigue, sin quererlo, desdramatizar lo bélico añadiendo ingredientes o bien cómicos (en cierto momentos me recuerdan al Monicelli de Rufufú) o muy personales que disminuyen lo puramente trágico.
El mérito de Lussu radica en la naturalidad con que describe el funcionamiento del ejército, las contradicciones de la oficialidad y la miseria cotidiana del soldado raso. La sencillez auyenta lo fatídico e incluso divierte. No es fingida, fluye sin quererlo. A pesar de lo coral, Lussu sustenta sus recuerdos sobre dos personajes. Uno es el general Leoni, personaje verídico con nombre ficticio, y el otro es el cognac. Juntos o por separado, ambos actores generan múltiples tramas y anécdotas.
El general Leoni es el arquetípico general veterano, ignorante por completo de las nuevas tácticas, irascible, incompetente y arrogante. Lussu lo presenta en todo su esplendor y plenitud: de lo absurdo a lo cómico, de lo temerario a lo arrogante y así hasta el infinito. La clave, sin embargo, es que a pesar del odio que genera al lector, Leoni acaba siendo un elemento de que produce una simpatía extraña. Solo un ejemplo. Más o menos por la mitad de la obra, Lussu cuenta que al llegar a un puesto de oficiales se encuentra que varios de sus compañeros comentan con indismulada alegría la muerte del general Leoni. Un paréntesi (casi) inecesario: Leoni es odiado urbi et orbe, no solo por la soldadesca sino por todos los oficiales de la brigada que ven en él a un 'mal bicho' sin atenuantes. De vuelta del paréntesis, los camaradas de Lussu continuan diciendo que Leoni fue alcanzado por una granada y que murió en el puesto de socorro. A todo esto, el ir y venir de copas y brindis és un frenesí. El alivio se respira por doquier. Se elevan los vítores y las risas cuando de repente uno de los oficiales todo contrariado avisa que Leoni está más vivo que un ocho y que se acerca al puesto donde se encuentran. Al momento aparece Leoni, que sorprendido, inquiere cual es motivo de tal regocijo a lo que responde un oficial con una vaga excusa. Esta es solo una de las múltiples anécdotas que convierten la obra de Lussu en una boacanda de aire fresco. A ello ayuda, sin duda, la excelente traducción de Carlos Manzano, que transporta al lector a un universo carente de formalismos y de humilde humanidad. Si la obra de Lussu fuera una serie de TV, del general Leoni y sus historias se podría hacer un gran spin-off. Es un caudal inagotable de historias y vivencias, aunque algunas macabras.
El otro personaje que explora Lussu en toda su dimensión, y el más querido por la tropa y el ejército en pleno, es el cognac. El licor espirituoso es el verdadero hilo conductor de la obra. Sobre él residen todas las esperanzas y sobre él descansan todas las ilusiones. Lussu juega a la perfección con este elemento, presente desde el primer párrafo. Lussu marca territorio con el cognac - de hecho ante el estupor de camaradas reconoce que no bebe licores, solo vino y durante las comidas - y eso le permite observar la narración desde una posición más cómoda y 'serena'. No aprovecha su condición de abstemio con los licores para demostrar ninguna superioridad moral, bien al contrario. Su postura frente al cognac sorprende a sus camaradas que a momentos lo tratan de 'rarito'. La importancia del cognac reside en su capacidad para malear conductas, soportar la locura de la guerra y para demostrar que es el verdadero combustible de la guerra. La soldadesca ama el cognac, pero lo teme a grandes raciones. Sabe que la llegada de chocolate y de grandes toneles de licor solo presagian desgracias en forma de ofensivas inútiles. La relación de la oficialidad con el cognac es más sincera, incluso algunos lo prefieren a sus mujeres.
El cognac y el vino son omnipresentes en Un año en el altiplano como en otras obras, por ejemplo en el Fuego d'Henri Barbusse. La diferencia es que Lussu profundiza su efecto en los oficiales, y el francés lo hace en la tropa. La otra gran diferencia es que Lussu no limita la aparición del alcohol a momentos de tensión sino que lo convierte en el mejor amigo del oficial, pistola a banda. La condición abstemia de Lussu le proporciona una distancia respecto a la narración, le otorga una visión privilegiada y lo aparta de la vorágine. Lussu presenta la guerra como una paradoja en la que tanto el soldado como el oficial solo son capaces de mantener la calma y el arrojo en manos del alcohol. Lussu también explora el sinsentido de la guerra, y quizá ésta es la mejor manera: convierte al cognac en el mejor salvavidas en el peor de los naufragios. El cognac no es solo el diván en el que psicoanaliza la guerra. El cognac y el vino proporcionan algunas de las mejores anécdotas del libro. Un libro que, como decía al principio, muestra un paisaje distinto del de la tétrica (y canónica) memorialística de Primera Guerra Mundial. Un último apunte para cinéfilos. Un año en el altiplano sirvió de base argumental para el film de 1970 Uomini contro dirigido por Francesco Rossi. A destacar la gran actuación de Gian Maria Volonté como teniente Ottolenghi y la genial performance de Alain Cuny como general Leone. Sobre este último cuesta dilucidar cual de los dos es más odioso, el literario o el de celuloide. Eso sí, un consejo: leer antes el libro.

Emilio Lussu. Un año en el altiplano. Barcelona : Libros del asteroide, 2010. Trad. de Carlos Manzano.

viernes, 10 de junio de 2011

Blaise Cendrars en la Gran Guerra: La Main coupée


Considerada una de las figuras literarias más destacadas y peculiares de la letras francesas del siglo XX, la biografía de Blaise Cendrars, Fréderic Louis Sauser de nacimiento, es una mezcla de episodios grotescos e historias increíbles. Aprendiz de relojero en su Suiza natal, marchante de joyas en Rusia, copista de manuscritos en bibliotecas rusas, pseudoperiodista en Paris, figurante, actor fracasado en Estados Unidos y un largo etcétera forman un curioso currículo.A pesar de esta cómica amalgama de ocupaciones y labores, su opus literaria habla por si sola. Cualquier estudioso que quiera sumergirse en la dilatada y excéntrica vida del célebre escritor de Neuchâtel -nacionalizado francés en 1916- se encontrará con luces y sombras.
De entre las fases más 'brillantes' de Cendrars, figura su experiencia como soldado en el ejército francés durante la Primera Guerra Mundial.Aunque se trató de un episodio traumático - perdió el brazo derecho - , el bautismo de fuego y las cenizas del mismo (su pseudónimo proviene del término 'cendres', cenizas) le proporcionaron una visión más pesimista y ácida de la existencia que quedaría patente en su obra. El Cendrars de 1914 difiere, y en mucho, al Cendrars de 1918. La Main coupée es su Rubicón.
La Main no es una obra realizada al abrigo o al reflujo de la guerra, al contrario. Aunque Cendrars realiza una primera versión en 1918, no será hasta la Segunda Guerra Mundial durante su 'exilio' en la Provenza cuando al conocer la muerte de su hijo en África decide reemprender el relato de sus experiencias y reflexiones sobre la Gran Guerra, en forma de una tetralogía. La Main coupée (La mano cortada, 1946), constituye el segundo de los libros de esa tetralogía que completan L'Homme foudroyé (El hombre fulminado, 1945), Bourlinguer (1948) y Le Lotissement du ciel (La urbanización del cielo 1949). Pseudoperiodista panfletario en la Paris de la segunda década del siglo, Cendrars vio en el estallido de la Gran Guerra la posibilidad de 'luchar' por su patria de adopción. Alistado en la Legión extranjera a finales de 1914, vivió en sus carnes la crudeza de la guerra en sí misma, pero aún más el desprecio que sentía y manifestaba gran parte de l'Armée hacia la Legión extranjera, de dudosa reputación -especialmente por sus miembros- aunque con un prestigio militar fuera de duda.
La Main coupée narra el periplo de Cendrars por la dura guerra de trincheras desde finales de 1914 hasta septiembre de 1915, cuando en una de las fases de la batalla de la Champagne pierde el brazo y es licenciado.
La Main ni oculta ni tamiza. Es guerra en estado puro, pero no en un estricto sentido jungeriano de la Res bellica. Adopta, queriendo o sin querer, un aire de Dorgelès y de Barbusse. Más francés, más desinhibido, más humano. Y menos castrense que Jünger, divaga en consideraciones morales que también supuran Chevalier o Duhamel. Cendrars nos 'confiesa' que la guerra es terrible, pero aún peor es la humanidad que la ha creado y la alimenta sin fin. Cendrars se amara del sinsentido. Algunos de los pasajes más duros y escabrosos los narra con una especial mezcla de cinismo e ironía.
La distancia temporal entre los hechos y la obra no es gratuita. Mientras la descripción del tedio de las trincheras, de las horas muertas o del resentimiento hacia los gendarmes y emboscados es vívido y fresco, en otros capítulos se nota el peso de la reflexión de más de dos décadas sobre lo sucedido. Las reflexiones más íntimas reposan sobre tres temas. El primero, su 'fidelidad' incondicional hacia los compañeros de pelotón. El segundo, su desprecio más absoluto hacia todo lo relacionado con el mundo castrense, empezando obviamente por sus superiores, con raras excepciones. El postrer aspecto, y quizá el más notorio, es su odio visceral hacia todo lo alemán, sea o no militar.
Ocupado más en temas logísticos que en ofensivas militares, su vida en el frente transita por las tres esferas enumeradas. Las dos primeras, el compañerismo de guerra y el odio hacia el stablishment castrense, son leitmotivs muy recurrentes en la literatura testimonial de guerra. El tercero es denominación de origen 'Cendrars', tal y como expone Audoin-Rouzeau en su análisis. La situación que vive Francia durante la Segunda Guerra Mundial, junto a la muerte de su hijo, radicalizan la visión del enemigo, a pesar de haber transcurrido más de veinticinco años.
Esta visión irracional del enemigo de Cendrars es una excepción al testimonio de guerra. No se limita a enumerar experiencias y refriegas, las 'aliña' con un poso de odio casi extremo y a momentos enfermizo. Sirva como ejemplo el pasaje de la captura y traslado de un prisionero alemán o el episodio del perro emisario. El ritmo narrativo es intenso, a instantes trepidante. En otros pasajes, sin embargo, consigue transmitir perfectamente el tedio de la guerra al lector. El lenguaje es muy creíble tanto por la terminología como por el argot. No evita ni un solo insulto o palabra malsonante que considere imprescindibles para recrear el clima. No hay que perder de vista que estava en la Legión extranjera.
Los diferentes episodios del libro narran desde la descripciones y hazañas de sus compañeros hasta las cuestiones más baladíes. Algunas están envueltas en una aureola un tanto misteriosa, como el cas del inspector que se traslada hasta el frente para interrogarlo, o la epopeya con la barcaza por un afluente del Somme.Curiosamente, el suceso menos descrito es el de su mutilación durante el combate. Solo una mención sui generis, más propia de Freud que de un veterano de guerra.
La Main coupée de Blaise Cendrars no entrará en los anales de la literatura universal. Sin embargo, y desde una visión más reducida del género 'testimonio de guerra', su obra aporta otra versión más de lo que fue y representó la Gran Guerra para una gran parte de los que participaron: un negocio sucio y evitable.

Muy recomendable.

Fuentes:

Audoin-Rouzeau, S. et J.J. Becker. "Blaise Cendrars et la "Main coupée". En Guerres et Conflits contemporains, n° 175, juin 1994, pp 21-35.
Cendrars, Blaise. La Main coupée. Paris : Denoël, 1993. [Original]
Cendrars, Blaise. La Mano cortada. Barcelona : Argos Vergara, DL 1980. [Traducción: Nuria Sales de Bohigas]

sábado, 5 de diciembre de 2009

Westfront 1914-1918 : das Buch vom Frontkameraden, de Georg Bucher

Como respuesta a la mentira y difamación vertidas por la obra de Remarque sobre los millones de soldados alemanes que lucharon y dieron su vida por Alemania" Con estas palabras justifica Georg Bucher su libro Westfront 1914 - 1918 : das Buch vom Frontkameraden, traducido al inglés como In the line: 1914-1918. No hay lugar para la duda, Bucher lo deja muy claro en su prólogo: la obra de Remarque supone un insulto para todos aquellos que dieron su vida por Alemania, en una guerra que buena o malamente tenía que lucharse. Bucher no tolera el derrotismo que -según dice- desprende el bestseller remarquiano. Abjura de él y lo tilda de basura. Westfront 1914-1918 es una obra poco conocida, minoritaria y me atrevería a decir que ignota en nuestras latitudes. Narrada en primera persona, relata la vida de un pequeño grupo de combatientes alemanes, concretamente cuatro, a lo largo de toda la guerra. Los compañeros de fatiga de Bucher son principalmente tres: Riedel, Sonderbeck y Gaaten. Todos ellos representan visiones diferentes del conflicto y formas diferentes de sobrellevarlo. Riedel aparece retratado como un gigante feroz y sanguinario que cumple con su deber de la mejor forma posible, rematando a sus enemigos con la misma pala que cava las zanjas y trincheras. Se jacta de cortar el cuello de sus enemigos con una fuerte palada. El ímpetu del gigante teutón lo llevará en más de una ocasión a pasar verdaderos apuros. La fijación de Riedel es encontrarse cara a cara con un tanque y destruirlo. La historia no lo decepcionará y ya a finales de la guerra tendrá la oportunidad de medirse a uno de ellos. Gaaten representa más al soldado de a pie, fiel a su deber con la patria y la conciencia. Fue el propio Bucher el que lo sacó de un aprieto y esa deuda de honor marcará su amistad a lo largo de la guerra. El propio Gaaten oirá los cantos de sirena que provienen de Alemania, estará a punto de sucumbir, pero aún así lo superará aunque vaya cultivando un especie de desprecio hacia lo que se cuece en el frente doméstico.
Sonderbeck, por su parte, representa al soldado despreocupado, al aprendiz de bon vivant. Sólo está preocupado por el rancho y por avituallarse de todo lo comestible, en todo momento. A pesar de ser un soldado menudo, Sonderbeck se paseará por los principales escenarios del frente occidental calzando unas enormes botas que le confieren -según parece- un aspecto divertido. El cariño que siente Sonderbeck por sus botas se debe a que las considera como su mejor talismán contra la metralla y las balas enemigas. Junto a los protagonistas principales, pululan dos presencias que aderezan la historia. Una es el aguerrido piloto Sanden, que el propio Bucher conoce durante su convalescencia en el hospital, y la otra es el soñador y bisoño Burnau que encarna la inocencia juvenil y la angustia por la muerte. Curiosamente, la figura de Bucher permanece muy desdibujada a lo largo de la historia. Salvo dos o tres episodios muy concretos no ofrece un retrato muy nítido de él mismo. Los pocos detalles que de él ofrece son el reflejo de las circunstancias del combate; de sus pocos pensamientos y de sus vivencias. De lo poco que se destila, no cabe duda de que la guerra lo marca y mucho. Bucher es ante todo un superviviente. En la guerra lo ha visto todo: Flandes, Notre Dame de Lorette, Verdun, Somme, Ypres, Passchendaele, las ofensivas de 1918, el repliegue, la resistencia... Bucher lo ha vivido todo con un estoicismo encomiable. Ese todo, esa visión global le proporciona esa ácida mirada hacia lo que vino después.
En un plano más subjetivo, el lector puede quedarse con varias reflexiones. La más plausible es que compadezca a Bucher por todo lo que ha pasado, y que lo entienda. Sin embargo, otras conclusiones pueden reñir con su visión del deber. Bucher lo tiene claro, no lo esconde: está ahí para defender a su patria. Así de simple, lo demás son excusas. Vivirá el desencanto de la guerra, las atrocidades, las pérdidas, etc. Bucher queda desarmado, alienado de su patria. Pero aún así, en la triste derrota, sigue teniendo bien claro a lo que fue. Bucher no perdona. Bucher vuelve al hogar y no olvida. Él se ha partido la cara aunque su país -en parte- le haya dado la espalda. Lo tiene claro: en un momento dado los dejaron colgados. Por eso no tolera el derrotismo. Bucher reflexiona también sobre la derrota, entiende que no han ganado y que han sido derrotados. Pero no soporta la cantinela de que se han perdido millones de vidas para nada. Se perdieron para defender a Alemania. Su reloj se ha parado en 1918 y los muertos claman por su honor. Él está ahí para rescatarlos del olvido. Por ello desprecia a Remarque, desprecia esa condescencia con la derrota inútil. A título de conclusión, me gustaría añadir que durante la lectura de Westfront, 1914-1918 me fueron surgiendo algunas dudas. El propio autor es un gran interrogante. No existe ningún retrato veraz de Georg Bucher y los pocos datos biográficos que de él existen lo situan con una avanzada edad durante la Gran Guerra. Consultando uno de los mejores catálogos de bibliotecas del mundo, el Library of Congress catalog, aparece un pequeño listado de libros cuyo autoría corresponde a Bucher. Todos ellos son libros de viajes a lugares exóticos en aquel momento, por la década de los años treinta.
Otra curiosidad formal es el lugar de edición de Westfront 1914-1918. La primera edición es vienesa, de 1930, mientras que los otros cuatro o cinco libros fueron editados en Berlin, de 1931 a 1935. Curioso si tenemos en cuenta la fecha de ascenso al poder del partido nacionalsocialista en Alemania. Ya en un plano más conceptual de la obra, el número y la composición de los miembros de la camarilla de Bucher puede recordarnos más que vagamente a los compañeros de Paul Bäumer, el protagonista de Im Westen nicht neues. Por ejemplo, el asunto de las botas. En Sin novedad en el frente, el soldado Kemmerich -compañero de Paul- viste unas botas que le otorgan un valor especial. Cuando Kemmerich muere en el hospital, estas botas comenzarán un curioso periplo. Igualmente, en ambas historias hay un episodio en que se vive un encuentro especial con mujeres del país. En el caso de la obra de Remarque es más erótico-festivo que en la de Bucher. Pero la idea latente es la confraternización. Siguiendo con esta comparativa, al final de ambos libros se narra la experiencia del protagonista que salva o intenta salvar a su compañero después de haber sido herido. En ambos casos, el resultado es casi similar pero el trasfondo es distinto. En el caso de Remarque, el soldado herido muere por una esquirla de metralla mientras esta siendo evacuado a un hospital de campaña, mientras que en la obra de Bucher, el herido decide sucumbir a pesar de todo. El final es claramente distinto en ambas obras, está claro. Pero a lo largo de ellas subyacen curiosas similitudes y grandes diferencias. La principal es que la historia de Bucher es presuntamente real. Por su parte, las escenas propiamente bélicas son de una enorme intensidad. Sumergen al lector en un estado de profunda inquietud por los protagonistas, como por ejemplo aquel momento en que son atacados en masa por un batallón francés -no recuerdo donde- y las dos ametralladoras que los han de proteger no repelen el ataque bien por inexperiencia de los ametralladores o bien porque se han atascado. En eso que Bucher y otro, me parece que Riedel saltan dentro del pequeño nido, desatascan la ametralladora y comienza a barrer a los atacantes mientras las municiones van agotándose hasta que los pocos desgraciados que llegan son abatidos a golpe de culata. Se trata de un episodio muy intenso, así como los impresionantes bombardeos de Lorette. En definitiva, y a pesar de mis personales suspicacias, se trata de una gran obra sobre la vida de los que lucharon, murieron y sobrevivieron a la Gran Guerra.

martes, 25 de agosto de 2009

Paris, 1919: seis meses que cambiaron el mundo

Tema denso más libro grueso, igual a gran obra. Aunque difícil, no imposible. Esta sería la primera gran conclusión a la que he llegado después de leer el libro de Margaret O. MacMillan, Paris 1919 : seis meses que cambiaron el mundo. Se trata de una traducción a cargo de la editorial Tusquets de la obra original titulada Peacemakers: the Paris Conference of 1919 and its attempt to end war.
Por qué lo del título? Pues porque puede que no tenga mucha importancia en otros casos, pero en este sí. La autora decidió titularlo así por la vital importancia que tuvieron en él las individualidades. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, un protagonista de excepción, Sir Winston Churchill dijo aquello de que nunca tantos debieron tanto a tan pocos... Pues en el caso de Tratado de Versailles y todos sus vástagos (o bastardos), léase Neuilly, Sèvres, Trianón, etc. fue claramente así. Nunca tanto se debió a tan pocos.
La autora señala que, a pesar de las cohortes y legiones de asesores y especialistas que mobilizaron los respectivos gobiernos, fueron las ideas predeterminadas de los líderes junto con sus fobias y fílias, las que dieron una impronta u otra a las principales decisiones de los acuerdos de paz más importantes del siglo XX.
MacMillan hace un somero recorrido por los numerosos temas que se trataron en lo que la historia ha dado en llamar los acuerdos de paz de Versailles o Tratado de Versailles.
Las más de seiscientas páginas recorren todo el orbe mundial: las nuevas fronteras de la Polonia renaciente, la cauta Checoslovaquia, bajan hasta el nuevo estado albanés, saltan al curioso y preponderante papel geoestratégico de Japón en Asia, vuelven hacia las zonas de influencia en el Próximo Oriente, el mandato de Palestina, la mutilación del extinto Imperio austrohúngaro (Croacia, Montenegro,...) y un sinfín de situaciones por solucionar después de un conflicto que había arrasado el mundo durante más de cuatro años. Se dedica un capítulo a cada uno de aquellos asuntos que más relevancia tuvieron en las agendas de las diplomacias aliadas. Tienen un lugar especial la Rusia bolchevique, la China dividida y postimperial, el polvorín balcánico, Asia menor, las reinvindicaciones griegas e italianas, y cómo no el caso alemán. En este punto haré un inciso.
A pesar de que el grueso de las deliberaciones y trabajos fueron dedicadas a concertar una paz con Alemania que contentase a todas las partes, a las aliadas me refiero, considero que el espacio que le dedica la autora a la problemática alemana no es proporcional al peso de ésta en los Tratados de Versailles. El lector tiene la sensación de que los capítulos dedicados a la paz con Alemania son pocos y carentes de profundización. Aunque se trata de una sensación personal, quiero destacarlo.
Volviendo al grueso de la obra y desde una vertiente más estilística, quisiera destacar que tanto el ritmo narrativo como la redacción es excelente. A pesar de que la narración está plagada de notas, éstas no interrumpen el discurso. Es más el lector, ávido de ampliar sus conocimientos, recurre y recorre al impresionante y socorrido capítulo de notas con una asiduidad inquebrantable. Este ir y venir de las notas al texto y viceversa no es cansino, muy al contrario.
La estructuración temática de la obra excluye claramente el hilo cronológico de los debates y de las reuniones secretas, así como las cenas, fiestas y demás. Algo que en un principio podía ser dañino tratándose de una obra de síntesis histórica ha resultado ser, al menos para mi, de gran ayuda.
En una esfera más conceptual (y personal) constato que el grueso de la información es tan grande y compleja que se hace obligatorio listar o inventariar las principales conclusiones a las que he llegado. Las he agrupado en dos grupos, las relacionadas con las personalidades que formaron parte del gran circo del Tratado y las derivadas de las discusiones, reuniones y tratados, es decir las propiamente relacionadas con los acuerdos de paz.

Conclusiones derivadas de los acuerdos de paz

1. La paz que se concierta con Alemania es una paz que a la larga contribuirá a generar otros conflictos. No es una paz definitiva, ni duradera. Aunque la autora no quiera culpar a los acuerdos de los acontecimientos posteriores, Versalles no estableció una paz justa, al contrario.
2. Los intereses de los gobiernos y diplomacias aliadas fueron los que dictaron las grandes decisiones sobre las paces y tratados. Tras los intereses gubernamentales estaban los poderes fácticos y no tan fácticos de sus respectivos países.
3. Woodrow Wilson se vio encorsetado en muchas ocasiones por su famoso programa de los 14 puntos. No respetó el derecho de autodeterminación de los pueblos en numerosos casos, entre ellos el alemán y el austríaco. Aún menos quiso entrar a discutir la controvertida Doctrina Monroe en su área de influencia en América del sur. A cambio de no discutir sobre temas propios dio carta blanca a franceses y británicos en determinados asuntos.
4. Los asuntos europeos y su problemática inherente superaron al equipo negociador norteamericano que se vio obligado a hacer extrañas y curiosas concesiones. Wilson sólo buscaba crear un organismo que en adelante ayudase a dirimir y solucionar los conflictos internacionales: la Sociedad de Naciones, a la cual - curiosamente - no ingresaron jamás los Estados Unidos de América.
5. Británicos y los franceses obraron a su antojo. Los únicos límites que encontraron fueron los de su propia codicia más los espacios o áreas de influencias en los que chocaban entre sí (Oriente Próximo, Asia, etc.)
6. La delegación británica obró de acuerdo a sus intereses imperiales. De hecho, en algunos casos su propia idea de imperio les cegó, véase Palestina, Turquia, Asia, Iraq, Síria, etc.
7. La delegación francesa estuvo cegada por el odio y el revanchismo vestido de seguridad nacional. Bajo la lícita excusa de la autoprotección cayó en el abismo de lo imposible. Aunque es cierto que gran parte de la opinión púbica lo exigía. La zarpa del viejo tigre Clemenceau fue dolorosa, la herida escoció durante veinte años.
8. Las exageradas, y en algunos casos extrañas (Fiume), reinvindicaciones italianas la alejaron del botín final. Su papel durante la guerra no mereció el respeto de sus aliados y eso corrió en su contra durante las negociaciones.
9. China fue dejada a su suerte, nadie quiso inmiscuirse en la depredación japonesa a pesar de las advertencias.
10. Japón hizo lo que quiso con las colonias requisadas a Alemania y prosiguió con su política imperial. La indolencia de las grandes potencias hizo el resto. Tanto Estados Unidos como Inglaterra vieron en Japon su próxima amenaza.
11. Los dominios del Imperio británico (Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Suráfrica) maduraron e impusieron sus condiciones, aunque pocas.
12. Hungría, antipática a todos, fue desmembrada en más de un tercio de su territorio y condenada a caer en brazos de la anarquia o el bolchevismo. Ambos hicieron acto de presencia.
13. Turquía se encontró a si misma en la figura de Mustafa Kemal, Atatürk. La incapacidad de los aliados y el auge del nacionalismo turco hicieron el resto. El Tratado de Sèvres murió y nació el de Lausanna con condiciones más beneficiosas para el nuevo estado turco.
14. El puzzle del Próximo Oriente fue eso, un rompecabezas. A la desunión de los pueblos árabes y no árabes se juntó la lucha de intereses entre británicos y franceses. La promesa de un territorio para el pueblo judío en Palestina hizo el resto. El Oriente Próximo actual bebe absolutamente de las lluvias de Versailles.

Continuará en: París, 1919: seis meses que cambiaron el mundo (II)

lunes, 10 de agosto de 2009

Pierre Renouvin, La Première Guerre Mondiale

Al navegar por los tenebrosos mares de la historiografía francesa dedicada a la Grande Guerre un faro ilumina los peligrosos pasos entre Scylla y Caribdis, se trata de la figura de Pierre Renouvin. Estas tortuosas aguas fueron provocadas por los huracanados vientos del ensidioso revanchismo y del sectarismo oficial. Las heridas de la France todavía supuraban, pero de ahí a establecer un estricto "cordón sanitario" iba un mundo, en el caso de Renouvin recorrió un páramo.
Pierre Renouvin, de una formación titubeante en derecho pasó a su pasión inconfesable: los estudios históricos. De sólida formación, la Gran Guerra le truncó los estudios, y de pasó se le llevó un brazo en la tristemente famosa Chemin des Dames. A pesar del trauma, se doctoró al acabar la guerra. Al poco, el gobierno francés le pidió que elaborará un estudio sobre los orígenes de la guerra.
A base de estudiar el conflicto, Renouvin se consagró como uno, sino el mayor, especialista en Primera Guerra Mundial del panorama historiográfico francés. Juntamente con el estudio de la casuística de la guerra, Renouvin creó la Bibliothèque de documentation internationale contemporaine con los fondos documentales aportados por numerosos mecenas. Al poco de adentrarse en el laberinto del estallido de la guerra, se topó con la dura realidad: la petición del gobierno de estudiar las causas de la guerra respondía más a una intencionalidad política que al hecho de encontrar o buscar la verdad histórica.
En 1920 la cuestión de las reparaciones de guerra estaba sobre la mesa y el gobierno francés necesitaba un estudio científico que las avalase, al menor moralmente. Aún habiéndose percatado de la encerrona, fijó el fiel de su balanza en un estrado independiente fuera de las manipulaciones parciales. El resultado fue un impresionante examen a consciencia del mundo de las relaciones internacionales y de la diplomacia de la época pre-bélica.
Varias fueron las obras fruto de sus investigaciones. En esos años las que trataron exclusivamente la Gran Guerra fueron Les origines immédiates de la guerre : 28 juin-4 août 1914, de 1925 y La Crise européenne et la Grande guerre (1904-1918), de 1934. Ésta última, revisada y sintetizada, se convirtió en La Première guerre mondiale (PGM) de la famosa colección de conocimientos didácticos Que sais-je ? que acercaría la Gran Guerra a todos los públicos ya que la edición original de su Crise europénne contaba con más de 650 páginas, hecho que la alejaba de los neófitos o profanos en el conflicto.
Su Première guerre mondiale es fiel a su fuente, la Crise européenne. En un estilo completamente distinto pero con un mensaje claramente unívoco, Renouvin va dando cuenta de su visión del conflicto. Sin estridencias ni dogmatismos va tejiendo un discurso histórico casi implecable. Su síntesis no ahonda en datos superfluos, la misión de su librito es informar y desmitificar. Lo primero lo consigue al 100%, en lo segundo es más un intento. Aunque su concepción un tanto heterodoxa de l'École des Annales no aplaude el discurso marxista al completo, sí recoge su testigo de las Mentalités. Para el autor, el tema de las mentalidades es reverencial. Éstas se convierten en un sujeto histórico capaz de crear, bastir y construir todo una fenomenologia histórica, incluída la Gran Guerra.
Las primeras páginas del libro desbrozan el camino y las dudas que surgen al buscar los culpables del desastre. Éstos se hallan divididos en tres grupos: políticos y diplomáticos ; militares ; y la mentalidad de los pueblos. La conjunción e interrelación de estas tres mentalidades fue la que empujó al mundo al abismo. Claro que Renouvin se acuerda de nombrar algunos aspectos más sobresalientes: las negativas de los Imperios Centrales de entablar conversaciones antes de agosto de 1914, el empecinamiento austríaco en aplastar a Serbia, y otros detalles. Pero éstos son una excepción. El conjunto casuístico que expone es una mixtura de mentalidades y de tragedia griega. Evidentemente la narración y el desarrollo de los hechos acaecidos desde el asesinato del príncipe heredero Franz Ferdinand hasta las declaraciones de guerra se exponen de forma más amplia y perfectamente detalladas en La Crise, aún así la sintetización de la Première guerre mondiale es muy buena.
El recorrido cronológico está muy bien trenado, desde el estancamiento de 1915 pasando por el año de las grandes batallas de 1916 y los desastres de 1917. 1918 y los momentos finales de la guerra junto con los preparativos del Tratado de Versalles son tres de los momentos en que el autor está más lúcido. No es que en los capítulos anteriores no lo esté, pero la redacción sencilla y clara de los últimos capítulos es casi perfecta a pesar de las dificultades que supone un período tan convulso, sobretodo a la hora de explicarlo.
Renouvin no abandona nunca ese tono entre didáctico y docente. Es precisamente este didactismo el que adecúa perfectamente su obra para cualquier persona que quiera tomar contacto por primera o segunda vez con un conflicto tan denso y lleno de especifidades como es la Gran Guerra.
No hay sobrepoblación de datos ni estadísticas, tampoco de mapas o fotografías. Las grandes batallas son narradas desde la distancia, y como buena síntesis deja en el tintero lo que la historiografía llama escenarios menores. Así pues, son mínimos los comentarios a la guerra aérea o la naval. Realiza un par de incursiones a la guerra submarina para argumentar la entrada de los Estados Unidos en el conflicto o para detallar la falta de previsión de los mandos alemanes.
La obra de Renouvin, aún tratándose de un subproducto destinado a la divulgación, tiene sus curiosidades como cualquier creación humana. El historiador francés cae ligeramente a su banda de babor en todo lo que atañe a los esfuerzos militares en la guerra, o al menos en su significación histórica. Me explicaré mejor: la práctica totalidad de personas que conocen mínimamente la historia de la Primera Guerra Mundial sabrán, por ejemplo, que durante la batalla del Somme (1916) el peso primordial de la lucha lo llevaron a cabo las tropas británicas (entiendo por ello fuerzas militares del Reino Unido junto con las de algunos países miembros de los llamados dominios británicos, Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Índia). Pues bien, Renouvin tiene un pequeño descuido al mencionar esta participación ya que sólo recuerda brevemente la claramente menor participación francesa. Este pequeño detalle es una muestra de las derivas que demasiado a menudo tienen algunos autores reputados. Algún atento lector me corregirá - estará en su derecho - y me dirá que en la historiografía británica ocurre lo mismo. Yo le responderé que es cierto, sino más. Eso no excluye que se deba ir hacia la imparcialidad casi absoluta evitando dejar en el camino pequeñas muestras de un corregible olvido.
Por lo demás, la obrita de Renouvin se lee en un par de días y lo mejor: a los profanos los empuja a seguir interesándose por la Gran Guerra o incluso por adentrarse en la lectura de su gran obra, La Crise europénne et la Grande Guerre, 1904-1918, imprescindible para cualquier estudioso de la Gran Guerra, sin ningún lugar a dudas.
En este sentido, la Première guerre mondiale es un anticipo muy halagüeño.

Fuentes:

- PROST, A., Jay Winter. Penser la Grande Guerre - Un essai d'historiographie. Paris: Editions du seuil, 2004.

Versión digital de La Première Guerre Mondial de Pierre Renouvin.

viernes, 10 de julio de 2009

Ludendorff de Correlli Barnett (The Swordbearers)


Barnett, Correlli. "Ludendorff" en The Swordbearers. London : Cassell, 2000. pp. 269-362.

Comencé el capítulo de Ludendorff del libro de C. Barnett The Swordbearers con la ilusión de aquel que poco o nada conoce sobre el biografiado excepto aquellos tópicos manidos y lanzados desde las trincheras de la historiografía oficial aliada. A estas alturas ya no me sorprende comprobar que los viejos tópicos, como los rockeros, nunca mueren. Tras un decepcionante comienzo, al acercarse a 1918 la cosa comenzó a ponerse interesante. Llegaron la desastrosa guerra submarina total, las luchas entre el canciller Bethmann-Hollweg y los militares, las supuestas peticiones de paz, y al poco se instauró la indisimulada dictadura militar que impusieron Ludendorff y la cara respetable del regimen, Hindenburg.
Una vez situados a finales de 1917 y examinando la grave situación interna alemana, agravada por el horizonte de masivas llegadas de tropas norteamericanas, Ludendorff y los think tanks del Oberste Heeresleitung (OHL) decidieron jugar su última carta. En este punto de la narración Barnett se crece, saca lo mejor de un texto histórico impecable, sin mácula. En las siguientes páginas se fraguan la ofensivas alemanas de la primavera de 1918, o lo que la historiografía ha dado en llamar la Kaiserschlacht o la batalla del Kaiser.
La disección que realiza Barnett de la Kaiserschlachtraya la perfección.
En primer lugar, el lector se encuentra de frente con unos argumentos desde la parte alemana inapelables, inevitables, de tragedia griega. Barnett lo define de varias maneras: última jugada, último cartucho... Ludendorff se juega el todo por el todo, sabe que después de esto no hay nada. Si fracasa la Operation Michael (así se llamó en términos militares) y sus vástagos (Mars, Valkirie, Georgette) todo se acabó. Lo extraordinario en el caso alemán es entender como un pueblo como éste puede llegar a ese punto que raya la extenuación y en el que los soldados apostados en las trincheras esperan con ardoroso deseo la mañana del 21 de marzo.
Durante el proceso de planificación de la ofensiva, Ludendorff está en su mundo. Su habitat natural: la sala de mapas entre cartas y partes meteorológicos. Ludendorff no lo hará solo. Tuvo cómplices. Lo acompañan en sendas reuniones de finales de 1917 los jefes de estados mayor Kuhl y Wetzell. Éstos abogan por la misma idea: la ofensiva total y final, pero difieren de Ludendorff en el dónde.
Barnett expone de forma soberbia el porqué de ambas opciones. Kuhl aboga por la zona de Verdun y St. Mihiel por el desgaste francés aparte de por la presencia de los bisoños norteamericanos. Wetzell se decanta claramente por la zona de Flandes, Ludendorff también se inclina por este sector. Sin embargo, sabe que se trata de una zona en la que el terreno juega de parte de los británicos. El barro y el tiempo lo asustan, lo previenen. Y al final se acaba decantando por asestar el gran golpe, el definitivo entre el 3r y 5º ejércitos británicos, en la zona del Somme situando el eje en Peronne. El 18º ejército comandado por von Hutier (el héroe de Riga) estará en el flanco derecho del ataque germano junto con el7º en reserva, el 17º al mando del principe Ruprecht atacará por la izquierda. El 2º ejército en el centro.
Barnett razona el porqué de estas decisiones. Incluso analiza y anticipa las razones del posterior fracaso. Analiza también los errores de concepción de unos y de otros, y los contrapone. Los británicos en las ofensivas caniculares de 1917 (Passchendaele) erraron en la estrategia y en la táctica aunque tenían perfectamente claros los objetivos de su ofensiva. Los alemanes, por el contrario, en la primavera de 1918 tienen el control absoluto de la táctica pero yerran clamorosamente en sus objetivos, no en los primeros pero sí en los definitivos que son los que cuentan. Resumiendo, Barnett explica perfectamente que los británicos en 1917 sabían lo qué querían pero no sabían como hacerlo. Tropezaron casi de forma idéntica en los errores de 1914, 1915, y 1916: falta de elasticidad en el mando, ataques frontales estáticos, bombardeo artillero exagerado que machacaba el terreno y eliminaba el factor sorpresa, etc. Lo único prácticamente novedoso era la aparición del tanque. Por contra, los alemanes - en parte por culpa de Ludendorff según Barnett - están cegados por el término. Creen en el golpe definitivo. Ludendorff sólo piensa en la separación entre los frentes británico y francés. Después del gran golpe ya se verá, pensó Ludendorff. Y ciertamente por el desarrollo posterior de la ofensiva así se desprende.
La ofensiva alemana del 21 de marzo es apabullante. Las líneas británicas son superadas y las tropas huyen casi en desbandada. El caos es prácticamente total. El 22 el ritmo será parecido, von Hutier sabe lo que se hace y su ejército continua la progresión hacia el sudoeste. El 5º ejército británico de Gough es una sombra, ya no existe. Haig acude suplicante a Pétain. Le pide que sitúe 20 divisiones francesas en el sector de Amiens. Pétain, fiel a su estilo, no se niega pero sólo le envia seis para reforzar la derecha británica. Pétain teme un golpe similar en la zona de la Champagne. Comienzan las primeras fisuras en el barco aliado. Como dice Barnett, el egoismo es el primer hijo de la crisis. A todo esto, Ludendorff exultante. El Kaiser se pasea, incluso, por Avesnes. El clima es de euforia. Nada hace predecir lo que era predecible: el cansancio de las tropas alemanas, graves problemas de transporte y la falta de alimentos y munición frenarán la ofensiva. La logística alemana no pudo seguir el ritmo de sus tropas. Y así fue, la ofensiva día a día se fue marchitando y por el 28 las tropas alemanas fueron frenadas. El avance había sido espectacular, pero sólo había sido eso: un gran avance, nada más. Barnett disecciona en este punto los errores del mando. Acusa a Ludendorff de improvisar los objetivos ulteriores como si estos fuesen a aparecer de la nada. Lo tilda de inconstante por no proseguir o otorgar más poder a von Hutier y su gran golpe de mano. El autor llega a sugerir que de haber puesto todas las reservas en el ejército 18º de von Hutier el resultado quizás hubiese otro. Pero en cambio Ludendorff desperdigó y malgastó las reservas en cubrir más extensión de terreno. Él mismo debilitó el ataque. Afirma que si el día 23 hubiese puesto todas las reservas en un punto, el resultado de la ofensiva hubiese sido otro. Por la parte psicológica, Barnett carga contra Ludendorff acusándolo de inestable e incoherente. No sólo por sus errores de índole militar, sino por su actitud ulterior ante el fracaso. Cita numerosos testimonios de proximidad como Lossberg, Hindenburg, etc. para describir a un hombre deshecho ante el fracaso. Incapaz de reaccionar ante la derrota que acaece a partir del 18 de julio cuando comienza a haber claros signos de descomposición en las filas alemanas.
Barnett compara en más de una ocasión a Ludendorff con la figura Hitler. Lo hace sobretodo para subrayar la testarudez en la defensa de posiciones indefendibles e inútiles de sostener como Stalingrado. En este caso, recurre al testimonio del general Lossberg - especialista en sistemas defensivos - para acusar a Ludendorff de ceguera ante el necesario repliegue alemán. Repliegue que retardó a la espera de una reacción que jamás llegó. Y que de haberse llevado a cabo en el momento que se lo sugirió Lossberg la resistencia alemana hubiese sido otra, más eficaz.
Barnett no descansa, fustiga a Ludendorff hasta el final. Narra sus discusiones con Hindenburg, la pérdida de confianza del Kaiser Wilhelm II, las jugarretas que le juega al príncipe Max de Baden con las negociaciones de paz, etc. Para el mismo Ludendorff, lo expresa en sus memorias, el principio del fin es el 18 de julio con la contraofensiva francesa de Villers-Cotterets a manos de Mangin. Elucubrará otros golpes de mano, pero más como gesto que como solución a un fin irreversible.
Sólo para concluir, dos últimas menciones.
La una dedicada a la exquisita redacción de los hechos históricos. Existe un perfecto equilibrio en el discurso histórico entre dato y testimonio. La redacción de Barnett deja poco margen a la duda respecto a la personalidad del personaje que si bien no es dogma de fe, bien puede sentar las bases para posterior estudio. Otras referencias pueden ser quizás más discutibles, como las que hace al derrotismo final de Pétain o a la mejora táctica de Haig hacia el final de la guerra. Pero este no es el lugar para discutirlas. La postrera consideración es de tipo personal y absolutamente subjetiva como el resto de la reseña pero sin la misma intencionalidad: recomiendo vehemente la lectura de este capítulo así como el resto del libro.
Muy bueno, rayando la excelencia.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Kennett, Lee. The First Air War: 1914-1918. Free pages, 1999.

Kennett, Lee. The First Air War: 1914-1918. Free pages, 1999.


Convencido de la necesidad de ilustrar mi completa ignorancia sobre el universo de la guerra aérea durante la Gran Guerra, me puse a buscar un compendio que abarcase mínimamente y de forma somera el tema. Cierto que es harto difícil encontrar un volumen donde toda esa información esté condensada, pero no por más difícil es imposible. Y comenzó la búsqueda hasta que dí con el libro que hoy reseño: The First Air War: 1914-1918 de Lee Kennett.
Debo decir que estaba vacunado de una lectura anterior, Aces high de A. Clark. Este libro, reseñado en el blog me proporcionó un acceso jocoso al mundo de los aviadores y de sus gestas durante la Gran Guerra pero también me acercó al maravilloso mundo de los gazapos agazapados. Clark comete algunos errores de los llamados de bulto.
Así pues, pensé que una buena forma de corregir los posibles errores sería dar con un libro serio y contrastado. Y así fue. El libro de Kennett es una obra seria, constratada e infalible. El autor es o era - lo desconozco - un especialista consumado en la historia de la aviación. Se nota. Deja de lado la pseudomitología romántica de caballeros y caballeretes del aire para estudiar a fondo temas poco tocados en otras obras como por ejemplo el desconocido origen de los bombardeos aéreos durante la Primera Guerra Mundial, el apasionante mundo de los observadores en globos cautivos, o los frentes aéreos de escenarios como el frente oriental u Oriente medio, entre otros. Estos temas pueden resultar de poco interés para el público ávido de aventuritas e historietas aéreas, pero lo que Kennett resalta en todo momento en su libro es que las luchas o justas aéreas entre ases de la aviación eran una pequeña parte de todo el conflicto aéreo y que éste se llevaba a cabo de muchas formas y gracias a cientos de personas anónimas que poblaban los campos de aviación y sus hangares. En este sentido, la obra no sólo es inmaculada sino que raya la excelencia.
Pero no todo son pros y parabienes. Desde un punto de vista subjetivo, el autor peca, en momentos, de excesivo academicismo. No se pierde en datos y estadísticas pero su estilo es demasiado encorsetado, rígido. Digámoslo claro, es aburrido. Es posible que el sufrido lector de esta reseña piense que no se le pueden pedir peras al olmo. Si se quieren historietas de batallitas con barones rojos y flying circus no se pueden tener tratados o estudios serios, dirán. Y en cierta manera es así, pero la historia - aunque algunas escuelas historiográficas piensen al contrario - la hacen y la escriben los grandes hombres. Aquellos que la gente suele llamar héroes. Y la Gran Guerra fue una enorme fábrica, sobretodo en el aire. Era un medio poco conocido que levantaba la admiración de los que los veían desde sus mugrientas y lodosas trincheras o los que se los imaginaban en casa al leer sus historias en los diarios. Pero hay lector !!! No busques en esta obra ases como Boelcke, Richthofen, Ball, Guynemer, Rickenbacker, Mannock, etc. Aparecen sí, pero desde su vertiente más profesional, dejando fuera la mística.
Kennett no bucea en los cientos o miles de testimonios sobre la cotidianidad o vida de estos personajes. En The First Air War sólo predomina la técnica, el mundo de la aviación deshumanizado. A Kennett sólo le interesa eso, o al menos así parece. Falta el factor humano y no es posible hablar de máquinas, a menudo ingobernables y al principio toscas y pedestres , sin la pericia y el arrojo de los hombres que las pilotaban.
Debe existir, ha de haber un libro en el que se narren las vivencias y experiencias de los ases de la Gran Guerra sin caer en el folletinismo o la prensa amarilla. Por eso continúo la búsqueda y durante la ruta encuentro obras como la de Kennett, que recomiendo para lectores aventajados y no amateurs como un servidor.
Muy recomendable.

lunes, 27 de abril de 2009

Jacques Tardi y la Gran Guerra

Gracias a las preciosas informaciones proporcionadas por un lector de este blog, conseguí dar con dos còmics que tienen a la Gran Guerra como tema. Su autor, Jacques Tardi, es un reputado dibujante francés. La primera de las obras es La Guerra de las trincheras, 1914-1918 y la otra El Soldado Varlot. En este post me centraré en el primero, no por su mejor calidad sino por razones de contenido. Ya en el prólogo, Jacques Tardi centra la obra no tanto en la guerra sino en el hombre. Ser, ente trágicamente envuelto en una vorágine de acontecimientos que lo superan y lo empujan al abismo creado por otros, los que ven la guerra desde los palais o los bureaus. La advertencia de Tardi es premonitoria. La obra se divide en pequeñas historias que conducen al lector a diferentes mundos dentro del mismo universo, el de la trinchera y lo que ello supone. Tardi, de forma humanista, hace un recorrido por situaciones narradas en novelas y películas. Dice beber, a parte de las vivencias de su abuelo - representadas en algunas escenas-, de Chevallier y su Miedo y el Viaje al fin de la noche de Céline. En determinados momentos se ven guiños a ambas obras, e incluso al film Senderos de gloria. Precisamente sobre ésa, en un capítulo se muestra el castigo al que somete un general de brigada a una compañía que se ha retirado a sus líneas después de haber perdido la mitad de sus efectivos. A aquellos que recuerden la película, les vendrán a la mente las secuencias en que George MacReady (General Mireaux) decide bombardear sus propias trincheras ante lo que él llama cobardía flagrante. Disuadido por los propios artilleros, Mireaux decidirá escarmentar a la tropa con la elección al azar de tres soldados, que padecerán un mascarada llamada consejo de guerra y que acabarán ejecutados de forma patética. Pues bien, no en su totalidad, pero la historia de Cobb y Kubrick hace acto de presencia e impregna el cómic de cretinismo militar. En otras de las historias, se recorren los primeros instantes de la movilización en un París efervescente de patriotismo y estupidez... La escena de El Miedo de Chevallier que transcurre en una terraza parisina está narrada de forma casi calcada, alcanzando a través de las viñetas una dimensión especial y aún más creíble. Quizás para los ortodoxos estudiosos de la Gran Guerra, este pequeña gran obra es divertimento sin importancia. Puede ser. No seré yo quién lo niegue o lo afirme. Pero sí desearía destacar el enorme peso que supone -aún- en el imaginario galo la influencia de la Gran Guerra. Personalmente, agradezco todo tipo de aproximación a este pequeño universo que supone la Primera Guerra Mundial. El dibujo de Tardi no me entusiasma en demasía, seré sincero. Lo afirmo desde aquella dulce ignorancia en la que vivimos los que apenas salimos de los renglones de las cajas impresas. Desde aquí, pido perdón a los que son más sabios que yo sobre esos mundos. El dibujo de Tardi, sí tiene algo que me frapa. Sus visages, los rostros de los muertos o agónicos, la representación del hastío en las caras de todos los soldados. Así como en Matania las expresiones faciales y corporales de sus personajes los elevaban por encima del dolor llegando a cotas casi místicas y divinas, los rostros de Tardi son de completo abatimiento, como el de los carneros que son llevados al matadero. A pesar de nímios errores de contemporaneización histórica, la labor de recreación histórica es impresionante. Algunas viñetas recuerdan casi al milimetro dibujos o escenas coetáneas de la guerra dibujadas por Scott o Flameng para la Illustration. No me gustaría acabar este breve apunte sobre la obra de Tardi, sin volver a agradecer la aportación que hizo un lector de este blog sobre el mundo del cómic y la Gran Guerra. Para él, muchas gracias.
Una reseña sobre el La guerra de las trincherashttp://www.paperback.es/2008edicion/05paper/extra/tardi/tardi.htm

jueves, 16 de abril de 2009

El Miedo (La Peur), G. Chevallier


Lo confieso: la etiqueta de obra maestra ninguneada sobre la Gran Guerra me empujó a comprarla. En la faja del libro rezaba su excepcionalidad como gran testimonio sepultado. Al lado de los Barbusses, Dorgelés y cia., la obra de Chevallier había sido olvidada. Después intuí porqué. Lo comencé a leer con ansia. Las páginas volaban y las máximas surgían. La fragilidad de la vida se mezclaba con la estéril lucha por escapar al ignoto destino. La historia comenzó un caluroso día de agosto. El protagonista se vió envuelto en la vorágine de la movilización. - La guerra, la guerra !!! gritabann las masas acaloradas. Chevallier afina con la ambientación de un París que me recuerda demasiado al de los primeros pasajes de Le Voyage au bout de la nuit de Celine. El personaje es arrastrado por la estúpida e insconsciente alegría de las masas sedientas de sangre. Primera de las muchas andanadas contra una sociedad francesa ciega de ignorancia ante el conflicto. Esta extrema beligerancia contra la sociedad del momento, le costaron al autor muchas críticas. Tanto que en 1939 autor y editor, de mútuo acuerdo, decidieron dejar la obra en las prensas. Los vientos de guerra soplaban y de qué manera. Se editó por primera vez en 1930, y a pesar de las críticas, la obra se vendía bien.
Vuelta al agosto de 1914. Tallado, pesado y uniformado, el protagonista es enviado al infierno de la instrucción. La instrucción lo sumerge en la triste y estúpida realidad del mundo militar, como él lo describió. Segundo blanco de sus críticas, éstas las más feroces. En pocas páginas, el autor realiza un variopinto collage de personajes y situaciones que sitúan al lector ante un espectáculo cuanto menos dantesco y ridículo. La descripción es excelente tanto en la forma como en el fondo. La realidad de l'Armée es ensombrecedora y taciturna. El autor sitúa esta sacra institución francesa en una posición difícilmente defendible. Largas e inútiles marchas, mala alimentación y un largo etcétera de vicisitudes jalonan los primeros pasos del protagonista en la guerra. Después de un fallido intento por optar a un ascenso a caporal, Jean - así se llama el altergo de Chevallier - se sumerge irremediablemente en el universo poilu. Su corta, aunque prometedora formación - tiene diecinueve años - le permiten optar a otros puestos dentro del magma militar. El primero de los que desempeñará es el de granadero, a pesar de confesar a su mando de que no sabe como funciona semejante chisme es puesto en primera línea de combate. Ahí vivirá su primero miedo. Un miedo aterrador, sobretodo al cómo morir, cómo quedará su cuerpo: será troceado por la metralla? qué miembro perderá primero? quedará en una postura ridícula?? Estos y otras cuestiones macábras atormentan al soldado. Con una fina ironía, nos relata su primer salto de trinchera. Kafkiano. El primer ataque marcará su porvenir en la guerra. Y hasta puedo leer...

Chevallier describe con una grave y fina ironía su experiencia: momentos especialmente crudos se alternan con pasajes literalmente hilarantes, en los que el lector ríe a carcajada limpia. Predominan, sin embargo, los episodios especialmente crueles. La pluma del autor es un bisturí que hurga en las entrañas de la guerra buscando NADA. Sólo encuentra la personificación del miedo en los miles y millones de combatientes que murieron y padecieron en ese horror que fue la Primera Guerra Mundial. Chevallier no cae en la misantropía extrema de Barbusse. Dedica breves y duras puyas al stablishment y a la estupidez generalizada, pero rescata al hombre sencillo. A ese hombre que los de arriba han situado como una marioneta en un teatro de muerte.

Merece y mucho.

viernes, 10 de abril de 2009

Fragmento de El Miedo (La Peur) de G. Chevallier

Transcribo un brevísimo fragmento de la obra de Gabriel Chevallier, El Miedo (La Peur) sobre sus experiencias como soldado francés durante la Gran Guerra. Gran obra que destaca sobretodo por la crudeza en la descripción de la guerra y por la dura crítica a la que somete a la cúpula militar y a una parte a la sociedad francesa por su papel durante el conflicto.  Fragmento, correspondiente a la página 80 de la edición en catalán, La Por. Traducción del catalán al castellano por un servidor: "De repente, el soldado que me precedía se agachó, y yo me arrastré a cuatro patas para pasar por debajo de montón de materiales. Me agaché detrás suyo. Cuando se levantó, dejó a la vista un hombre de cera, estirado panza arriba, que abría la boca sin aliento, unos ojos inexpresivos, un hombre frío, rígido, que debía haberse escondido bajo aquel ilusorio refugio de tablones para morir. Me encontraba bruscamente de cara con el primer cadáver reciente que había visto en mi vida. Mi rostro pasó a pocos centímetros del suyo, mi mirada encontró la suya vidriosa, mi mano tocó la suya que estaba helada, oscurecida por la sangre que se le había helado en las venas. Me pareció que el muerto, en aquel breve cara a cara que me imponía, me reprochaba su muerte y me amenazaba con su venganza. Esta impresión es una de las más horribles que tuve en el frente. Pero aquel muerto era como el vigilante de un reino de muertos. Aquel primer cadáver francés precedía centenares de cadáveres franceses. La trinchera estaba llena. Cadáveres en todas las posturas, que habían sufrido todo tipo de mutilaciones, esguinces y todos los suplicios. Cadáveres enteros, serenos y correctos como santos de relicario; cadáveres intactos, sin señales de heridas; cadáveres embadurnados de barros, sucios, como tirados de pasto a bestias inmundas. Cadáveres calmados, resignados, sin importancia; cadáveres terroríficos de seres que se negaron a morir, furiosos, inflados, resentidos, que exigían justicia y amenazaban. Todos con la boca torcida, las pupilas mates y su color de ahogados. Y fragmentos de cadáveres, jirones de carne y de uniformes, órganos, miembros desparejados, carne humana roja y violácea, como piezas de carnicería ya pasadas, grasas amarillentas y fofas, huesos que dejaban salir el tuétano, vísceras revueltas, como gusanos que temblaban al pisarlos. El cuerpo de un hombre muerto es un objeto de una repugnancia insuperable por aquello que es vivo [...]
Para huir de tanto horror, miré hacia el llano. Horror de nuevo, peor: el llano era azul.
El llano estaba cubierto de cadáveres de los nuestros, ametrallados, caídos con la cara hundida en el suelo, con las nalgas hacia arriba, indecentes, grotescos como marionetas, míseros como hombres, ay Dios!
Campos de héroes, cargamentos para los carros nocturnos…
Una voz, en la fila, formuló el pensamiento que todos callábamos: “Qué les ha pasado!”, que tuvo inmediatamente en nosotros este eco aún más profundo: “Qué nos pasará!”.
En breve publicaré una reseña más extensa sobre esta obra que algunos críticos y literatos franceses han descrito como la gran olvidada.

lunes, 23 de febrero de 2009

Verdun: la plus grand bataille de l'histoire de Jacques-Henri Lefebvre

Lefebvre, Jacques-Henri. Verdun : La plus grande bataille de l'histoire raconté par les survivants. Verdun : Éditions du Memorial, 1996. 507 p. Verdun: la plus grande bataille de l'histoire es un logrado ejercicio de síntesis y compilación sobre la primera batalla de Verdun, febrero-diciembre de 1916. La obra, extensa -más de quinientas páginas-, combina perfectamente la narración histórica de los hechos con cientos de testimonios e historias de soldados y oficiales franceses que participaron en ella. La exposición de los hechos no es aséptica, al contrario. La pluma de Lefebvre apunta y dispara continuamente hacia los culpables de los errores cometidos antes y durante la batalla. No duda en acusar abiertamente a todos aquellos que se vieron envueltos e implicados en los graves errores de Verdun, como el desguarnecimiento de las fortificaciones del sector (Région Fortifiée de Verdun), la cadena de errores que permitieron la ocupación alemana de Fort Douaumont que costaría, según Lefebvre y otros historiadores, la muerte de más de 100.000 soldados, el fallido contraataque de mayo contra Fort Douaumont, etc. Tampoco se muerde la lengua al tildar de terrible incompetencia la decisión del Grand Quartier Général de abandonar las posiciones francesas en el sector de la Woëvre, al este de Verdun. Pétain en su Bataille de Verdun también lamenta la retirada de la Wöevre, aunque su estilo sea más comedido que el de Lefebvre. A ninguno de ambos les faltó razón, la decisión de retirarse de las posiciones de la Wöevre respondió más a razones de urgencia que de estrategia. Con el abandono de la Wöevre, Verdun se convirtió aún más en un saliente.
Desde un punto de vista conceptual, la estructura narrativa de la obra sigue el hilo cronológico de la batalla y de los principales sucesos (21 de febrero, caída de Fort Douaumont, los ataques alemanes en ambas orillas, Fort Vaux, etc.). A un nivel más formal, se entremezclan perfectamente los detallados datos de unidades, movimientos y número de bajas con la inclusión de estremecedoras y terribles vivencias de los soldados. El testimonio prima sobre la historia y el subtítulo de la obra no es una casualidad. Se trata de una historia contada por los supervivientes. Este rasgo junto con la inclusión de numerosas e inéditas fotografías y el marcado carácter crítico de las opiniones de Lefebvre son las características más notorias del libro. El autor no deja un palmo de Verdun sin escrutar, aunque algunos aspectos estén descritos de una forma más superficial como es el caso de la guerra aérea sobre Verdun. El Verdun de Lefebvre es el Verdun de la infantería, el Verdun del poilu. La historia del poilu de Verdun es la historia de un martirio en la que el soldado francés , y también, va pasando por todas la estaciones del Calvario. El autor logra transportarnos a las miserias y penurias del soldado a través de las palabras de los propios protagonistas. Palabras que describen el miedo, el dolor, el sufrimiento y la barbarie a la que se vieron sometidos todos aquellos hombres que participaron en la batalla de Verdun. El lector, ante tanto horror, se sumerge en una catarsis de misericordia y piedad por unos hombres que lucharon y murieron entre la nada y el infierno. La dura digestión de una obra de este tipo conduce a numerosos interrogantes: Cómo puede el hombre sobrevivir a tanto horror? Qué empuja a los soldados a seguir manteniendo las posiciones, cuando el enemigo arrasa todo a su paso y la muerte es segura? Dónde está el límite de la obediencia? Verdun, y de ello se encarga perfectamente Lefebvre de recordárselo al lector, fue una epopeya del horror, el infierno en su versión más terrenal. Canini en su obra Combattre à Verdun muestra una de esas paradojas: "en el fragor de la batalla, la artillería desenterraba a los muertos y sepultaba a los vivos".Las fuentes de la obra son ingentes, quizás tantas, que el autor ha declinado citarlas en un apartado de notas o bibliografía. Quizás éste sea el único punto negro de la obra: la inexistencia de una bibliografía académica. Lefebvre, sin embargo, bebe hasta saciarse de las obras de Jacques Pericard y de los coroneles Marchal y Grasset. Concluir que el Verdun de Lefebvre no deja a nadie indiferente. No es un Verdun más. Perfectamente documentada cumple a la perfección su objetivo: describir el horror de, quizás, la batalla más dura y cruel de la historia.
Todo un homenaje a los héroes de Verdun.

martes, 20 de enero de 2009

Verdun 1916, Malcolm Brown

Brown, Malcolm. Verdun 1916. Tempus, 2003.

Una visión panorámica y periférica del libro, sin entrar en detalle, concluiría que no añade más de lo mismo, o de lo que ya sabemos. Ésta podría ser una muy breve y quizás injusta reseña. Sin embargo, hay que tener en cuenta dos detalles de suma importancia que pueden explicar la génesis del libro y sus contenidos: 1) el mejor libro en inglés sobre Verdun está a punto de cumplir los 50 años, el libro de A. Horne, The Price of glory salió en 1962 ... 2) y lo más importante, el Imperial War Museum está detrás de la edición del libro de Brown ... O lo que es lo mismo, el mundo británico y anglosajón no puede permitirse tanto silencio sobre quizás la batalla más notoria de IGM. Tampoco hay que olvidar que Malcolm Brown tiene o tuvo una estrecha relación con el IWM. Detalles crematísticos aparte, que ofrece el libro?? La verdad??? Sinceramente?? Ninguna novedad en cuanto a contenidos inéditos.
No obstante, Brown aporta una frescura narrativa que no ofrecía Horne, y que, por supuesto, tampoco ofrecen los franceses - me refiero a Lefebvre y Pericard - que aún siendo los mejores en cuanto a análisis militar, su estilo es denso y cansino, a pesar de la multitud de testimonios que ofrecen. Verdun 1916 es una obra de divulgación llana y simple, con la vista puesta -exclusivamente- hacia el público británico, pero una admiración exquisita hacia todo lo relacionado con Francia y Verdun - desgraciadamente no muy habitual en la literatura británica, si exceptuamos a Liddell Hart y algún otro. Su lectura es amena, tranquila y sencilla. Se trata, en definitiva, de un revisited. Aún así, tiene cosas sorprendentes: ni una sola cita ni a Lefebvre ni a Pericard. Podría parecer un gesto más que un guiño, sobretodo por las derivas políticas de ambos. Afortunadamente, en cambio, cita a Pétain, si no lo hubiese hecho quizás la lectura habría acabado antes ... El libro tiene detalles curiosos: poco grafismo o cartografía, referencia exclusiva a la batalla, no aburre con estadísticas o nombres de regimientos, quizás abusa en el testimonio y excluye - creo conscientemente - el apartado político, que yo agradezco y que en cambio aborrezco de Horne. Se vende en numerosas librerías y su precio en el IWM es de poco más de 12 euros. Dentro del desierto en lengua inglesa sobre Verdun el libro es un soplo de aire fresco. Interesante.

domingo, 28 de diciembre de 2008

Las últimas horas de la Primera Guerra Mundial



Gomá, Daniel. "Lucha inútil : las últimas horas de la Primera Guerra Mundial". En: Historia y vida, 2007, núm. 471, pp. 56-61.

Testimonial artículo de revista sobre los últimos momentos de la Primera Guerra Mundial.
De forma muy somera y periodística, el autor informa sobre cuáles fueron los motivos que impulsaron a los altos mandos aliados a prolongar acciones ofensivas el último día de la Gran Guerra, el 11 de noviembre de 1918. Gomà acusa abiertamente al alto mando francés y estadounidense de lanzar innecesarios ataques a las líneas alemanas con el único objetivo de fustigar hasta el último segundo a las tropas alemanas. Foch y Pershing, aparecen al desnudo, como los principales agentes de estas ofensivas sin sentido, animados -según el autor- por un odio y sed de venganza, especialmente acusada en Foch, hacia el invasor alemán. Ambos, ajenos, a las decisiones políticas hubiesen prolongado la guerra hasta entrar en territorio alemán para poder entablar así unas negociaciones de paz en unas condiciones de auténtico sometimiento alemán. En mi opinión, el autor arriesga excesivamente sobre cuestiones y afirmaciones que sitúan y ponen al descubierto al mando aliado, ya que afirma que éstos actuaron con plena independencia al margen de los dictámenes de sus respectivos gobiernos. La cuestión es: Quién sabe si no actuaban con la connivencia de los mismos? Acaso Clemenceau no pensaba lo mismo que Foch? Si está más claro que Wilson no comulgaba con las ansias de Pershing.
Otro aspecto claramente discutible es el casi absoluto protagonismo que se le otorga a las tropas norteamericanas en la exclusiva conclusión de la guerra. Cierto que la participación de los Estados Unidos de América es clave en algunos aspectos que explican el final del conflicto pero no su actuación no fue, para nada, definitiva por mucho que se empeñe la historiografía estadounidense. En este punto, el gran perjudicado es el otro aliado.
La Gran Bretaña es la gran ausente del artículo, desaparece por completo. Parece como si el frente británico no hubiese sido también el escenario de inútiles ofensivas. Curioso, si nos quedamos con que la historiografía británica sitúa a uno de los suyos como la última víctima inocente. Quizás esta exclusión se deba a la extensión del texto que es muy breve.
A pesat de que la publicación Historia y vida es de divulgación general, el artículo no aporta gran cosa a pesar de tratarse de un tema bastante controvertido. A mi opinión, se se encuentra demasiado escorado al lado norteamericano.
Sintiéndolo mucho, el artículo no está a la altura de otras excelentes contribuciones sobre la Gran Guerra en Historia y vida, como por ejemplo, las que ha escrito Carles Padró y su soberbio trabajo La Batalla de Verdún : atrincherados en el infierno del número 465 del año 2006.
Concluyendo, el artículo de Gomà aporta algunos datos interesantes, pero ahonda en demasía en el factor norteamericano y descontextualiza algunos aspectos; exculpa al elemento político y añade curiosidades poco esclarecedoras de un episodio tan crucial con el final de la Gran Guerra. Tampoco la bibliografía complementaria es la más adecuada.
Obviable.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Aces high de Alan Clark


Clark, Alan. Aces high : the war in the air over the Western front 1914-18. Glasgow : Fontana/Colins, 1974.

Floja síntesis sobre la historia de la aviación en el frente occidental durante la Primera Guerra Mundial. El autor, Alan Clark, hace un somero recorrido sobre el nacimiento y evolución de la aviación durante este conflicto, desde sus tímidos inicios como elemento auxiliar en tareas de reconocimiento y observación del enemigo pasando por el progresivo perfeccionamiento tecnológico de los aviones hasta llegar a convertir esta nueva arma en un elemento, si no primordial en este conflicto, sí en el que tuvo lugar veinte años después. El autor logra acercar al lector a un mundo que estuvo dominado por hombres valientes y con coraje que se aventuraron a surcar los aires con artefactos muchas veces rudimentarios y sin apenas consistencia. Es precisamente esta idea de pioneros del aire la que consigue transmitir perfectamente Clark en su obra. Sin embargo, su mayor logro es el de encumbrar a la categoría de héroes a esos hombres que sin apego al mundo terrenal hicieron del aire su campo de sueños hasta que la cruda realidad de la guerra los bajó otra vez a la terrenalidad de la muerte. No obstante, y como ya introducía en la descripción de la obra, el autor se deja alguno de los aspectos más notorios de la guerra aérea en el tintero. Cierto que es una obra de síntesis, pero...
Antes del análisis crítico, no querría dejar de destacar que esta breve reseña se basa en la edición de 1974, y es posible que las posteriores reediciones hayan subsanado alguno de los vacíos que me parecen sorprendentes, como por ejemplo algo más que una alusión a uno de los ases más importantes de la Gran Guerra, Manfred von Richtofen. Curiosamente he llegado hasta el final del libro sin que se detallen ni su misteriosa muerte, ni su técnica, ni su perícia. Pero no sólo ocurre con el Barón Rojo, tampoco hay alusión alguna a otro de los pilotos que hizo historia durante la guerra, Eddie Rickenbacker. Clark analiza, por contra, a otros aviadores que por alguna razón destacaron durante la Gran Guerra como por ejemplo Boelcke, Nungesser, Fonck, Hawker, etc. Guynemer y Ball tienen dos apartados específicos, es por ello que extraña que no haga lo mismo con otros pilotos igualmente notorios. Lo mismo ocurre con las formaciones, centra una parte de un capítulo a la historia de l'Escadrille Lafayette, pero apenas entra a explicar la curiosa formación aérea alemana que fue llamada "the Flying Circus". En el mismo sentido Clark cita en numerosas ocasiones el llamado "abril sangriento" de 1917 pero tampoco detalla con una somera explicación en que consistió. Esta podría una de las críticas a la obra de Clark, anticipa pero no resuelve. Pero no todo son apuntes negativos.
Un punto a favor es que el autor no avasalla excesivamente ni con datos técnicos ni con argot específico, no hay que olvidar que la obra se dirige a profanos de las alturas. Eso sí, el lector no muy acostumbrado a leer en inglés puede que tenga alguna dificultad añadida con los terminos específicos del mundo de la aviación. Queda claro que el destinatario de la obra o es un aficionado a la Gran Guerra o lo es a las primeras épocas de la historia de la aviación.
Dos cuestiones más. Una de carácter formal y otra conceptual. La cuestión formal tiene que ver con las ilustraciones, aunque considero que habrá sido subsanada con las posteriores ediciones. Más que el blanco y negro de las fotografías -natural, tratándose de la época en que se tomaron- lo que es cuestionable es la calidad de algunas. La mayoría de ellas son tomadas en tierra, no hay ninguna imagen que muestre algun combate aéreo. Eso sí aparecen algunos diagramas que ilustran algunas de las maniobras clásicas utilizadas por los pilotos. Ya a un nivel más personal todavía, me sorprendió y me incomodó más el formato del libro. Éste tiene unas dimensiones que lo alejan del formato de libro de lectura, es decir, formato en 8º o en 4º. El libro tiene unas dimensiones que no lo hacen especialmente cómodo para su lectura. Repito es una cuestión muy personal, pero a fin de cuentas reseñable. Observando la edición más actual constato que este problema ya ha sido solucionado.
En el aspecto conceptual, se encuentra a faltar un elemento primordial en cualquier obra que se preste a ser punto de partida sobre una disciplina, y es la bibliografía. No hay un capítulo de bibliografía, ni tan sólo una nota a pie de página que proporcione al lector una referencia que le permite profundizar en alguno de los temas o cuestiones planteadas. Cierto que la obra es de divulgación, pero quizás sea éste el detalle que separa una obra de divulgación de calidad de otra que simplemente es de divulgación. En este punto puede que el fallo sea más mío que del autor ya que las expectativas acumuladas por otras críticas no han sido superadas por la realidad. Aún así y en descargo de esta implacable reseña cabe destacar un mérito en Aces high: ha logrado despertar mi interés sobre el mundo de la aviación durante la Primera Guerra Mundial y lo mejor: ha alentado muy búsqueda por una obra más especializada y completa.
Aces high es más un contacto que una obra definitiva, no es pues imprescindible.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Passchendaele al descubierto o How Myths Grow : Passchendaele

Hace ya unos días, revisando unas notas, encontré un interesante artículo de B. Liddell Hart sobre la batalla de Passchendaele. En un primer momento decidí apartarlo para más adelante, pero finalmente sucumbí, y mereció la pena. El texto de apenas dos páginas y media de extensión aclaraba o aportaba más datos sobre uno de los episodios más incomprensibles de la 3ª batalla de Ypres: la misteriosa decisión de prolongar la ofensiva de Passchendaele en otoño de 1917, a pesar de los limitados avances en el terreno y su enorme coste en vidas.
Liddell Hart, con su ya habitual estilo, no sólo desentraña la intriga sino que pone bajo la picota a los culpables con nombres, apellidos y fechas.
El autos de los hechos fue el siguiente:
Sir Douglas Haig, diez años después de Passchendaele, en 1927, escribió una carta a su amigo y antiguo compañero de armas el major-general Sir John Davidson. En esta misiva, que acabaría apareciendo en "The Times" el noviembre de 1934, Haig argumentaba su decisión de prolongar la ofensiva de Ypres por los ruegos y súplicas que le hizo Philippe Pétain en septiembre de 1917. Según Haig, Pétain le rogó que los británicos prosiguieran la ofensiva en Flandes con objeto de aligerar a una Armée en horas bajas de la presión alemana. De hecho, puntualiza -Haig- que cuando Pétain se enteró de la pausa en la ofensiva corrió a rogarle -traducción literal- que hiciese lo posible para continuarla. Esta historia o historieta acabaría formando parte de la historia oficial británica de la Gran Guerra de mano del general Edmonds: "el 19 de noviembre de 1917, el comandante en jefe francés Philippe Pétain imploró, otra vez, que la ofensiva en Flandes continuase sin demora. Durante su visita extraordinaria al Cuartel general británico, aseguró a Haig que entre el flanco derecho británico y Suiza no había un hombre con el cual pudiese contar". Davidson en su libro "Haig: Master of the Field" prolongaría esta leyenda.
Pero la verdad o los hechos fueron muy distintos. En su meticuloso diario, Haig no hace mención alguna de la presunta visita de Philippe Pétain el 19 de septiembre de 1917, ni otro día cercano. De hecho, Pétain estaba en París ese mismo día. El día en que Pétain visitó a Haig informándole del delicado estado de l'Armée fue el 7 de junio. Y en una visita posterior, el 16 de julio, Pétain ni menciona el estado de su ejército, ni le hace ruego alguno sobre la ofensiva en Passchendaele. Haig, incluso, llegaría a anotar en su diario que vió a un Pétain risueño y alegre.
Ya en otoño, la primera visita que hizo Pétain a Haig fue el 6 de octubre. En ella, y por lo que trasciende de una carta que envió Haig a Robertson dos días después a la War Office no hay indicio de que Pétain suplicase ayuda alguna. Es más, informa que los franceses disponen de unas 100 divisiones para hacer frente a cualquier amenaza en su sector. Ésta línea argumental sería respaldada por algunos informes alemanes en los que se hace constar que los franceses estaban luchando vigorosamente en el sector de Verdun y que incluso se planteaban una serie de retiradas estratégicas para evitar bajas innecesarias. De todo ello se desprendre que los alemanes no planteaban ningún ataque en la zona de Verdun para ese año. Por todas estas razones, se entiende que la decisión del mando británico de continuar era del todo innecesaria, teniendo en cuenta la penosa situación en la que se encontraba el terreno y las tropas. Es decir, Haig no tenía excusa acuciante para proseguir con la ofensiva en Flandes, no había ni súplica, ni excusa francesa.
Liddell Hart en su estudio apunta a otros factores. Haig tenía la firme creencia de que el ejército alemán estaba próximo al colapso. Esta idea estaba basada en la firme determinación del comandante en jefe de las tropas británicas y en los pocos realistas informes que le enviaba el general Charteris sobre las pésimas condiciones en las que estaban las tropas alemanas. De hecho, el prestigioso historiador británico afirma que Haig tenía plena confianza en que las tropas francesas, a pesar de las mutineries, tendrían ocupado al ejército alemán en su sector y que facilitarían a las tropas británicas lograr sus objetivos en la ofensiva. Haig expresó esta confianza en las tropas francesas en su diario el 12 de junio de 1917. En la reunión que mantuvo en el War Cabinet una semana después, sostuvo el mismo nivel de confianza en el ejército francés, extremo que no compartía el primer ministro Lloyd George consciente de la posible debilidad francesa. Que la idea del inminente colapso alemán estaba en la mente de Haig de forma permanente lo demuestra la carta que envió a Robertson el 8 de octubre de 1917. En ella, le insistía que los alemanes iban a ceder en breve. Sin embargo, los resultados obtenidos hasta ese momento en Flandes no corroboraban esa idea. Las bajas eran escalofriantes y los resultados casi pírricos.
Finalmente, Liddell Hart desvela cual fue el verdadero motivo que empujó a Sir Douglas Haig a proseguir la ofensiva. Según la nota que Haig envió a Charteris, creía firmemente que si lograban vencer a los alemanes en otoño, los ingleses podrían forzar una paz sin intervención americana e imponer sus propias condiciones a los vencidos.
Fuesen cuales fuesen las ideas o creencias que tuviese Haig sobre la campaña de Flandes de 1917, queda meridianamente claro que las razones por las cuales decidió proseguir la batalla de Passchendaele no fueran las mismas en 1917 que en 1927. En 1917 esgrimió el inminente colapso alemán, mientras que en 1927 adujo las súplicas y los ruegos de Philipe Pétain para oxigenar el frente francés.
El porqué del cambio de pretexto o motivación diez años después puede tener varias lecturas. Sin embargo, parece muy claro que en ningún momento la decisión de ayudar al ejército francés condicionó la ofensiva de Passchendaele. Bien al contrario, parece una burda excusa.
Liddell Hart no acusa a Haig de mentiroso, al contrario cita algunas de virtudes, y alguno de sus defectos. Creo que, de forma inteligente, deja al libre albedrío de los lectores y estudiosos el juicio sobre Haig.

Aún así, y a la vista de los datos, pocos elementos de defensa le quedan en este asunto.

Fuentes:
Liddell Hart , B.H. How Myths Grow : Passchendaele. En Military Affairs, Vol. 28, No. 4, (Winter, 1964-1965), pp. 184-186 .

sábado, 23 de agosto de 2008

The First World War de John Keegan (II)

Viene de: The First World War de John Keegan

Sorprende también la descripción que hace John Keegan de Philippe Pétain. En primer lugar, lo acusa reiteradas veces de ser uno de los militares franceses que menos se conmovía por las bajas. Extraño ya que es de sobras conocida la gran preocupación que embargaba a Pétain por el escalofríante número de bajas francesas, sobretodo durante la batalla de Verdun y el posterior desastre de Chemin de Dames. Es difícil entender esta afirmación ya que es legendaria la admiración que despertaba entre la tropa, y tal admiración no hubiese sido posible de ser un carnicero como otros mandos de l’Armée. Segundamente, acusa –creo injustificadamente- a Pétain de derrotista y de poco proclive a ayudar a la BEF en el episodio de la batalla de Passchendaele, cuando de sobras es conocida la situación por la que pasaba l'Armée en la primavera-verano de 1917. Respecto a otras cuestiones de fondo, es significativa la forma en la que el prestigioso historiador pasa por el tema de la responsabilidad de los mandos británicos en la conducción de la guerra. Keegan reconoce que, en muchos aspectos, ésta fue un desastre y que el número de bajas aliadas fue escalofríante. Sin embargo, niega rotundamente la tesis de los leones conducidos por asnos y acusa duramente a los defensores de la misma. Les recrimina el hecho de querer negar la implicación de la oficialidad y los mandos en el campo de batalla. Para refutar esta opinión aporta datos y estadísticas de oficiales muertos en el campo de batalla y los confronta con datos de la Segunda Guerra Mundial. De igual forma, y con el mismo objetivo, exime casi totalmente a la alta oficialidad de la desastrosa conducción de las batallas y lo argumenta en base a diversos factores: la pésima condición de las comunicaciones una vez iniciadas las operaciones militares, el caos generado por el desorden de regimientos, y sobretodo por la ausencia absoluta de delegación de toma de decisiones una vez iniciada la batalla. Resulta sorprendente que siga sin reconocer, al menos de forma abierta, que la organización, gestión y estrategia de las operaciones militares del ejército alemán eran mejores que en el bando aliado, y por extensión que en el ejército británico. En este punto, hay que reconocer que el libro de John Mosier The Myth of the Great War acerca o expone de forma muy clara cúales eran los déficits de la maquinaria bélica aliada.
El libro de Keegan, a pesar de su enorme calidad, tiene otras dos grandes lagunas: el análisis de la guerra aérea y el escenario naval. En el primero de ellos, las referencias son casi nulas. Esta faceta de la guerra apenas ocupa una página y media. Quizás con esta breve referencia el autor quiera revelar que la guerra aérea no tuvo una gran trascendencia para el desarrollo de la guerra. De hecho, al final del libro, el historiador británico confiesa que el papel de la aviación es más que marginal en el desarrollo del conflicto. Es probable que Keegan haya decidido obviar este capítulo por el carácter elitista de la aviación durante la Primera Guerra Mundial.
Su análisis de la cuestión naval no es mucho más amplio. Se centra en los primeros actos de la guerra naval con la batalla de Coronel, la posterior eliminación de la flotilla de Von Spee, el corso del Emden y algún que otro episodio esporádico. Keegan, como buen historiador británico y fiel a su tradición historiográfica, emplea algunas páginas para esclarecer la dicotomía Jutlandia, o lo que es lo mismo: quién la ganó? Los británicos o alemanes? Él lo tiene clarísimo, la victoria fue para Gran Bretaña. Aún así, considera que la excesiva prudencia de Jellicoe privó a los británicos de una victoria más contundente y definitiva. Además, para subestimar, presumiblemente, el papel de la Hoch See Flotte, no se olvida de mencionar la fortuna que acompañó a Scheer en alguna de sus maniobras. Para Keegan, el apartado estadístico sobre las bajas, los buques y toneladas hundidas son cuestión secundaria. Mención aparte merece el capítulo o espacio que se dedica a la batalla de Passchendaele. Es una sinfonía, desde los primeros acordes hasta el final. La descripción de la misma, no tanto todos los contenidos –en los que difiero en algún punto-, son el modelo de lo que debería ser la explicación de una ofensiva de estas características: preparativos militares y políticos, situación del escenario y de los contendientes, breve detalle de las unidades y algunas de sus posiciones, cronología de los hechos, fases y desarrollo de la batalla, resultados de la misma por horas o días, número de bajas, testimonios de algunos de los implicados, etc. y todo ello aderezado con un estilo narrativo sencillo pero que atrapa el lector y lo traslada al campo de batalla o a los gabinetes, así como a los puestos de enlace. En resumen, extraordinario, un placer.
La parte final de la obra es, sin duda, la más lograda. Keegan consigue introducir perfectamente al lector en algunos de los capítulos más densos de las últimas fases de la guerra, como por ejemplo los prolegómenos y posterior desarrollo de la revolución rusa, la guerra civil finlandesa, los últimos momentos de la dinastía Hohenzollern en el poder, el papel del ejército en los acontecimientos en Alemania a finales de la guerra y a inicios de 1919, etc. Las últimas setenta y cinco páginas del libro son las que, sin duda, revestían más dificultad a la hora de sintetizar, pero Keegan lo resuelve de forma soberbia. La opinión del lector puede, o no, ser convergente con la del autor pero el excelente ejercicio de Keegan lo sitúa entre los mejores divulgadores de la Gran Guerra a nivel Mundial.
La First World War de Keegan es una síntesis histórica sensu stricto, es el paradigma de lo que debe ser monografía sobre un acontecimiento histórico concreto. Como tal, cumple perfectamente las expectativas e incluso raya la excelencia. Pero siempre hay algo que aleja a las grandes obras del Olimpo. Aunque ese Olimpo sea el mío. Y es que Keegan, a mi humilde entender, adolece de algunos de los tics que acompañan de forma casi unánime al historiador militar británico o lo que lo mismo: desprecio casi absoluto por el ejército francés y sus mandos; nula o casi inexistente mención a la superioridad militar alemana en técnicas, armamento, estrategia, organización y ejecución de las ofensivas y operaciones terrestres. Y cuando lo hace, es contraponiendo esta superioridad alemana a los ejércitos de menor valor militar como el italiano o rumano, o en el caso del ruso después del desmoronamiento del mismo en 1917. Keegan es el fiel reflejo – al menos en este libro - de esa escuela historiográfica británica que niega por encima de todo la incapacidad, incompetencia e inoperancia de la mayoría de miembros del Alto mando británico en la conducción militar de la Gran Guerra. Para el autor, la desastrosa gestión militar es debida casi siempre a cuestiones técnicas, organizativas, etc. pero prácticamente nunca por la incapacidad de los mandos. Curioso. Sin embargo, y a pesar de estos detalles, la obra de John Keegan es excepcional, tanto por concepción como por resultado. Y merece por méritos propios un lugar de honor en el panteón de las obras generales dedicadas a la Primera Guerra Mundial.
Imprescindible.