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martes, 3 de noviembre de 2009

El infierno mudo (VII y final)



Penúltima parada antes de dejar la zona de Verdun: el Osario de Douaumont. Nos acercábamos a mediodía pero el día no iba a levantarse. Se alzaba una espesa bruma que cubría la copa de los árboles, desde Souville hasta le Bois de Caures y Ornes. Es decir, todo el margen derecho de la Mosa.
Llegamos al aparcamiento del Osario, apenas dos coches y una caravana. Laura decidió quedarse en el coche con Frasier que se estaba rehaciendo aún de los terrores sentidos en Fort Douaumont. Ana, Jordi y yo nos encaminos por detrás del osuario. A través de esta entrada se accede a la parte superior de la torre central del osario. El precio módico. Pasamos por una pequeña muestra de enseres y armas en la planta baja y encaramos las escaleras que suben hacia arriba. Arquitectura tétrica como pocas. Subo perseguido por el diablo. Ana y Jordi lo hacen de forma más pausada. Llego arriba. Parece la cabina de un faro, ya que en medio de la estancia hay varios focos.
Me sorprendo, ya que con anterioridad había visto postales antiguas en las cuales aparecían haces de luz que partían de la torre del osario, pero pensé que se trataba de un añadido ficticio. Deben encender los focos en fechas señaladas, 21 de febrero, 24 de octubre,... La verdad, no lo sé. Paso de los focos. La torre de forma cuadrada ofrece 4 vistas distintas según los puntos cardinales.
Al norte, el inicio de la batalla (Bois de Caures, Bois de l'Herbebois, etc.); al este Fleury, Froideterre, la Côte du Poivre,etc., al sur la Necrópolis de Douaumont, más a lo lejos Souville, etc. Y al oeste, el sector de Fort Vaux. Impresionante. La vista desde esta atalaya privilegiada y permite entender mucho mejor la dureza de la batalla. En la parte inferior de los ventanales hay la reproducción del relieve del terreno que se puede observar desde cada uno de los puestos de observación. Este detalle permite observar con mejor detenimiento y mayor conocimiento las zonas o sectores que se estan viendo. Me deleito con las vistas. El paisaje es realmente conmovedor. La bruma no ayuda poco. Igualmente, la visión de la necrópolis desde las alturas es aún más impresionante.
Bajamos. Llegamos directamente a la nave central donde reposan los restos de más de 130.000 soldados. Es impresionante. Bajo una ténue luz color fuego deambulo por las minicapillas que albergan los sarcófagos de granito con los restos. Esta especie de capillas marcan los diferentes sectores de la batalla de Verdun donde fueron localizados los restos de los soldados. Sobrecogedor. Siento mucha pena. Aún ahora me emociono. Me llegó al corazón.
Está prohibido tomar fotografías, pero no puedo evitarlo. Saco la cámara y hago un par de fotos de soslayo.
Mis amigos están igual de compungidos que yo.
Siento que Laura se pierda esto. Salgo del osario y voy hacia el coche. Arrecia la lluvia. Laura me dice que no, que no puede más. Demasiado para ella. La comprendo, yo también estoy hecho polvo. Vuelvo.
Justo cuando estoy entrando soy testigo de un momento muy conmovedor. Un grupo de seis o siete militares con uniforme del ejército alemán acaban de salir de la capilla. Dos de ellos no han podido reprimir las emociones y están llorando. No es para menos, yo haría lo mismo.
Doy un penúltimo vistazo y salgo. Yo tampoco puedo más, suerte que está lloviendo...
Nos metemos todos en el coche. El silencio es sepulcral.
Tomó la ruta de Verdun. Paro en los restos donde algún día estuvo la Fermé de Thiaumont. Los demás me esperan en el coche. Me despido en silencio del lugar. Vuelvo al coche y arranco. Frasier suspira, también le entiendo. Ýo también llevaba dos días con ese nudo en la garganta. A veces es bueno tenerlo, sobretodo para saber de qué material está hecho uno.
Reflexionando ahora sobre la experiencia de Verdun me sobrecogen aún determinadas sensaciones.
Verdun es punto y aparte en mi obsesión sobre la Gran Guerra. Como dije en el primer relato, la ha acrecentado más. De hecho, estoy intentando encontrar tres o cuatro días para volverlo a visitar con más calma y detenimiento. Visitar un lugar como Verdun proporciona cierta empatía transtemporal con los hechos y los protagonistas. Quién lo supo mejor fue mi perro, Frasier. El Verdun de 2009 nos sume en una catarsis con el propio ser humano, con su estupidez infinita como diría aquel físico alemán. Verdun no una hecatombe, ojalá hubieran sido sólo cien. Tampoco fue un holocausto, huyo del término y el concepto.
Verdun fue un acto de soberbia, de vanidad, de estultícia, de ceguera. Fue un vano sacrificio a los dioses de la nada, para nada.
Valéry tenía razón, Verdun fue una guerra dentro de la Gran Guerra. Lo rectifico: Verdun fue el universo del horror durante más de diez meses y una pesadilla hasta 1918. Hoy es un recuerdo del horror.
Silencio.

Me gustaría acabar este periplo con las palabras de un testigo de excepción. Como diría Pericard, "aquel que no ha estado en Verdun, no puede hablar de Verdun". Lo respetaré y le daré la palabra a Ernst Jünger:

"Las alucinaciones visuales son aquí especialmente intensas. La visión de este mundo de ruinas agobia el ánimo; éste intenta completar lo que falta, reconstruirlo, y llena el espacio con apariciones singulares. Y así se alzan palacios resplandecientes, edificios claros, simétricos, o bien casas sombrías, bajas, que acechan en la oscuridad como tabernas de mala fama o molinos derruidos; las formas fluyen, ondulan, se hunden, se transforman en otras diferentes. La pálida luz de la luna es la que, al parecer, hace surgir esa transparente música arquitectónica que envuelve los pensamientos y los atormenta. De las abandonadas moradas brota un hálito triste y fantasmal; un gran lamento parece haberse quedado rezagado entre las ruinas."

El bosquecillo 125, p. 316.

domingo, 1 de noviembre de 2009

El infierno mudo (VI)




Salimos a las 10.00 h. Ardo en deseos en visitar Fort Douaumont. Ana y Jordi, mis sufridos amigos también. Laura no esconde su inquietud. No le gusta visitar estos lugares. Sabe muy bien lo que hay en ellos. Yo tampoco le miento.
Cogemos la ruta de Souville. Primera parada: el Memorial-Museo de Fleury. Módica entrada para lo que nos espera. Recorrido interactivo por Verdun. La explicación de la batalla en paneles es muy buena, nada tendenciosa. En medio del memorial hay un gran diorama que intenta mostrar el paisaje destrozado de unos de los múltiples sectores de Verdun: cascos, armamento destrozado, cráteres, alambre de espino,... Muy bueno. Del techo del museo cuelgan dos aviones, uno diría que es un Fokker eindecker, y el otro es un francés, quizás un Voisin, no me acuerdo.
La planta baja relata las vicisitudes de la Voie sacrée, los héroes anónimos (camilleros, territoriales, etc.), muestra la cotidianidad de la guerra (cocinas, suministro de agua, etc.). Incluso hay exhibido un camión de transporte de soldados y víveres. De los casi veinte mil que recorrían la ruta sagrada que unían el infierno de Verdun con el resto del país. En el mismo espacio se exhibe armamento de los dos contendientes, enseres personales, notas, dibujos, etc. Todo ello muy emotivo.
En la planta superior se encuentran diferentes uniformes y armamentos. Junto a la exposición permanente se exhibía una interesantísima muestra dedicada a las comunicaciones durante la Batalla de Verdun, especialmente al papel del teléfono y la telegrafía sin hilos. Muy interesante.
La visita duró unos tres cuartos de hora. Al finalizar pasé por la librería de la planta de entrada al Memorial. Me volví loco. Me lo quería llevar todo. La tarjeta me frenó.
A la salida, Jordi y yo decidimos fotografiarnos al lado de un proyectil de 420. Impresionante.
Seguimos. Pasamos por delante del desierto Fleury y llegamos a Fort Douaumont. La esplanada estaba casi vacía. Recuerdo uno o dos coches, no más. Entramos. Pagamos las entradas. Veinte euros por bigote: Douaumont + Vaux.
Preguntamos si Frasier podía pasar, pas problème dijeron. Yo encantado, Frasier no tanto. Al dirigir la vista a mi mejor amigo, vi que algo le pasaba. Se lo comenté a Laura que lo aupó en brazos. Frasier estaba temblando. Cuando lo pusimos en el suelo, se echó en el suelo. Sus ojillos eran la viva imagen del terror. Cualquier que entienda de perros sabrá que cuando uno se echa en el suelo y mete su colilla entre las piernas sabe que el animal está aterrorizado. Frasier lo estaba. Su suplicio sólo duró treinta minutos. Los que duró la visita. Laura, que es una santa, lo cogió en brazos y estuvo acariciándolo todo el rato.
Al pasar la taquilla dimos con el pasillo principal de la zona sur. Estábamos solos. Fuimos hacia la izquierda. Dimos con unos parapetos construidos para evitar el fuego en enfilada. Seguimos los puntos que comentaba el folletín que nos dieron a la entrada. Vimos habitaciones que sirvieron de dormitorios, de letrinas y de lavaderos. Al final dimos con la tumba alemana. En mayo de 1916 una explosión interna dentro de Fort Douaumont mató a más de 600 soldados alemanes. Fue un accidente. Los testimonios hablan de un hornillo para el café que cayó al lado de una caja de explosivos dentro del polvorín. Lo único seguro es que los mandos alemanes decidieron no enterrar las víctimas en el exterior ante el acoso francés. La decisión fue taxativa: tapiaron la entrada del polvorín sellando una enorme tumba donde yacen los restos de los más de 600 muertos alemanes. Enfrente del muro se haya una cruz que recuerda a los Toten Kameraden, A los camaradas muertos. Impresiona y mucho. A Frasier más, que aún sigue aterrorizado. Está claro que siente algo.


Seguimos adelante hasta llegar a la torreta del 155 donde aún se conserva la maquinaria. Giramos sobre nuestros pasos y encontramos estrechas galerías que conectan pasillos que no pueden visitarse. Tengo tentaciones, pero no voy solo. La próxima vez lo haré. Me lo prometo.
Laura está destemplada, no se lo está pasando bien.
A través de una serie de pasillos llegamos otra vez a la salida. Antes de abandonar el lugar, reflexiono sobre Douaumont. Me sobrecoge pensar en lo que tuvieron que sufrir las personas que lo habitaron.
Salimos, milagrosamente Frasier recupera el andar. Próximo destino: Fort Vaux.
Fort Vaux está poco concurrido. Ardo en ganas de pisar el lugar donde aguantaron los héroes de Raynal y sus tropas. Siete días de asedio, con las tropas alemanas acosándolas desde la superestructura, taponando los respiraderos, sin víveres, sin agua, sin posibilidades de auxilio, sin nada y lo peor: sin esperanza. Otra vez impresionante.
Frasier se queda en el coche. Lo agradece. Está derrotado.
La visita dura poco, no quiero agotar a mis amigos con mis historias.
Entramos en el coche. Destino: el interior del Osario de Douaumont. Última parada.
Prefiero dejar aquí el sexto capítulo. La visita al Osario y el epílogo merecen otro aparte. Fue demasiado conmovedor.

Continúa en: El infierno mudo (VII y epílogo)

lunes, 26 de octubre de 2009

El infierno mudo (V)



Los dioses están con nosotros. No sé como lo hicieron, pero Frasier apareció después que lo llamara angustiosamente. No fue fácil. Me tuve que meter por una de las dos entradas de las 4 Cheminées, caminé unos cinco o seis metros en absoluta oscuridad hasta que al fin sentí el hocico de Frasier husmeando mi pierna. Qué alivio. Salimos perseguidos por diablo de ese lugar.
Ya en la superfície deshicimos el camino y llegamos hasta el coche.
Arranco, próxima parada l'Ouvrage de Froideterre. Como la gran mayoría de los abrigos y estructuras fortificadas de Verdun fue escenario de cruentos hechos de armas. Llegamos a Froideterre después de una larga recta. El camino acaba aquí. Como Thiaumont y otros, Froideterre fue prácticamente destruida. Froideterre acumula también un curioso récord: cambió muchas veces de manos en un cuestión de días. Al este del desaparecido pueblo de Fleury, Froideterre se convirtió en un punto clave en los posteriores avances hacia Fort Souville, la última defensa ante Verdun. No cabe duda que las capturas y reconquistas de esta plaza dejaron huella.
Aparco a la entrada del recinto. Frasier a su aire. La fortificación en si tiene forma de L. Dos puertas señalan la entrada. Nada de especial. Frasier se cuela por una de ellas. Nada grave. Entra y sale como quiere. Lo dejo a su aire y me voy hacia la zona este donde están situadas algunas de las famosas torretas de Froideterre. Poco queda excepto las cúpulas.
Son las 9.00 h. Decido volver a por Laura y mis amigos.
Mi intención es visitar el Memorial-museo de Fleury, Fort Douaumont, Fort Vaux y el interior del Osuaire de Douaumont.
On verra...

Continúa en: El infierno mudo (VI)

viernes, 23 de octubre de 2009

El infierno mudo (IV)



6.30 am.
Toque de diana. Paro el despertador. Me lavo la cara, cojo las llaves del coche y abro la puerta de la habitación. Frasier ya me espera. Salimos a hurtadillas. El día se ha levantado fresco. El coche está empañado. Frasier entra en el transportin sin rechistar. Lo pongo a mi lado. Me mira y arquea las cejas. Ya sabe donde vamos.
Salimos de Verdun. El mismo itinerario de ayer. Decididamente el día no acompaña. Frío, humedad y una fina lluvia que cala. Paso de largo por el campo atrincherado de Souville, sigo la carretera y a unos 300 metros detengo el coche. Una señal indica que los restos de Fort Souville se hayan a unos 400 metros en el interior del bosque. Suelto a Frasier que se lanza a correr por la pista que lleva a Souville. Se trata de una pista bien cuidada. A banda y banda se eleva un tupido bosque. La oscuridad del amanecer y lo feo del día nos impiden hacernos una idea exacta del paisaje donde estamos. No se trata de un bosque ordenado. Más bien es una maraña vegetal de árboles, arbustos y otro tipo de flora. Tampoco se intuyen ni trincheras ni abrigos, aún menos restos de cráteres.
Caminamos al trote. Vuelvo a tener esa extraña sensación de ayer. No me gusta. Frasier lo nota. No para de girarse para ver qué hago, no las tiene consigo. Sus ojillos delatan inquietud, parece que me pregunten si vale la pena seguir. Yo también me lo pregunto.
Finalmente me paro, Frasier también. Se vuelve y se apoya acurrucado en mi pierna. Al fin caigo.
Llevamos unos minutos caminando por el bosque y no hemos oido un solo sonido, ni un ruido. Nada. Ese vacío nos inquieta. Estamos en el reino del silencio, y de algo más. Ese algo lo dejo en el aire. Pero no sólo nos inquieta la ausencia de vida, nos asusta la oscuridad. Comienzo a dudar. Frasier no duda, hará lo que yo haga.
Sigo.
A unos cincuenta metros se abre a la izquierda un claro. Suspiro profundamente. En esas me percato que he perdido a Frasier. Rectifico, lo he perdido entre el mar de cráteres que se extiende a mi izquierda. Al final, a lo lejos, diviso su colita como sube y baja por los restos cubiertos de césped. Me lanzo en su busca. El suelo resbala. En una de las pendientes patino y caigo de bruces. Nada roto. Sigo, maldiciendo - eso sí - al bueno de Frasier. Ahora que recuerdo esos instantes sonrío, pero en esos momentos no me hacía ni pizca de gracia. Lo único positivo de las correrías de Frasier fue que me olvidé del mal rato anterior.
A Frasier lo encontré husmeando en lo que restaba de la superestructura de Fort Souville. La imagen de la entrada era la misma que permanecía en mi retina de las postales de finales de la guerra: una entrada semienterrada y totalmente destruida en la sólo se podía entrever algunos orificios. Pensar que alguien había podido sobrevivir a los terribles ataques de finales de junio y principios de julio 1916 me parece increíble. Yo diría milagroso.
La zona de Souville estuvo sometida a un castigo sin igual. De hecho, es uno de los episodios más olvidados de Verdun. Las fuentes y los testigos, junto con los partes de guerra coinciden en afirmar que los bombardeos que soportó la zona de Souville en los estertores de la ofensiva alemana fueron increiblemente superiores a los del día 21 de febrero, el día D. Por ello, tengo un especial fijación en Souville.
Frasier corre, salta, huele. Me es difícil pararlo. Peor será en las Quatre cheminées ...
A todo esto y con el claro del bosque, gano en luminosidad y me pongo a fotografiar el entorno. No paro. Me empapo del lugar y también de lluvia. Decido dar por concluido nuestro periplo por Fort Souville. Volveremos. Desando el camino más tranquilamente, entro en el coche y coloco a Frasier a mi lado. Próxima parada: la Tranchée des baionettes.
La carretera sigue desierta. Sigo sólo, ni un alma. A unos kilómetros y a la vuelta de una curva pronunciada topamos con el monumentos a los supuestos caidos del 137º RI. Aparco en la cuenta de enfrente. Decido dejar a Frasier en el coche, por si acaso. La entrada al monumento está abierta. El contraste entre verdes y grises relaja el entorno. Lo cierto es que después de haber leído y leído sobre el tema el lugar pierde su encanto. La leyenda cuenta que una pequeña sección del 137º RI quedó sepultada por la lluvia de obuses y explosiones a la que fue sometida su posición. La historia real es más prosaica.
Es posible que la trinchera acogiese a algunos caidos, eso es innegable. Pero las llamadas bayonetas quedaron así por los soldados que las abandonaron antes de retirarse ante un embite alemán. La retirada estratégica no es un acto de cobardía, sin embargo le resta épica a la muerte heroica de los presuntos caidos. La leyenda se cimentó después de que tropas francesas recuperasen la posición y se percatasen de la imagen: una trinchera totalmente cubierta de cascotes y tierra producto de un intenso bombardeo. Algunas bayonetas en posición vertical y apoyadas en el parapetos de la trinchera hicieron el resto. La donación de un magnate americano le pusieron la guinda. Aún así, la Tranchée des baionettes forma parte del imaginario nacional que reina sobre el mito Verdun.
El paseo por el monumento dura pocos minutos. Vuelvo al coche.
Antes de llegar a la Tranchée recuerdo haber visto una indicación del Abri des Quatre Cheminées y de l'Ouvrage de Froideterre. Arranco y me dirijo hacia allí.
El día se levanta, el sol no aparece. 4 grados de temperatura.
Me encuentro con las 4 Cheminées al lado izquierdo de la carretera que dirige a Froideterre. Aparco en la misma cuneta. Frasier viene, ahora sí, conmigo. Descendemos unos metros y al poco estamos encima de un pequeño prado lleno de cráteres repletos de agua de las últimas lluvias. El lugar seria incluso bucólico sino fuese por lo que tuvieron que soportar los miles de soldados que se refugiaron bajo las vueltas de este abrigo. El Abri des 4 cheminées era un refugio para las tropas que relevaban a otras o eran relevadas. Se trataba de un punto intermedio entre las zonas de primera línea y la retaguardia. Sin embargo, el contínuo avance alemán durante los meses que duró la batalla acabaron convirtiendo el abrigo en zona de primera línea lo que la convirtió en objetivo de los bombardeos alemanes. Entre la superestructura del abrigo y la entrada hay unos cinco o seis metros de desnivel. Una vez en la entrada, el nivel vuelve a descender a otros cinco o seis metros, con lo que el grosor de las superestructura y el desnivel convierten al abrigo en un espacio casi inexpugnable. El único inconveniente para un habitáculo de este tipo es el de la aireación o renovación del aire. De ahí las chimeneas y el orígen de su nombre, 4 Chimenées. Las chimeneas todavía hoy visibles, aunque creo que restauradas, son unos enormes surtidores de aire hecho de plancha fina coronados por enormes capuchones.
Frasier está sediento. Se acerca a los charcos de los cráteres para beber el rocio. En ese momento me acuerdo del magnifíco cuadro que pinto Georges Leroux, titulado l'Enfer de Verdun, donde se observan a dos o tres soldados franceses intentando salir de un enorme cráter que contiene los lodos de antiguos lluvias y en el que flota algun cadáver. Todo ello aderezado con una buena dosis de gases tóxicos y de explosiones alrededor. Parece como uno de los cuadros de Hyeronimus Bosch, pero en versión real. Quien sabe si en uno de estos cráteres rellenos de agua donde bebe Frasier, alguno de los miles de soldados sedientos saciaron su sed... Este sentimiento de reflexión es permanente, y asfixiante.
Frasier, como buen Terrier, lo investiga y lo husmea todo. Sin embargo, y para mi desgracia, Frasier es un maestro en colarse en estrechas galerías y en espacio cerrados e, incluso claustrofóbicos. Es bajar al nivel de las dos entradas al abrigo y ver desaparecer a Frasier en una de ellas. Se lanza a escaleras abajo. El estado de éstas es pésimo, semirotas, llenas de cascotes y muy peligrosas, al menos para bien. Frasier la bajó de maravilla. A todo esto me encuentro en que mi perro se ha metido en un agujero oscuro, en el que está prohibido entrar y en el que no es, para nada, seguro permanecer. Lo peor es que Frasier no acude a mi llamada.

Continúa en: El infierno mudo (V)

viernes, 25 de septiembre de 2009

El infierno mudo (II)



La emoción fue in crescendo, y aunque el frío húmedo comenzaba a calarme los huesos, me sentía más vivo que nunca. Pasear por trincheras donde miles de héroes anónimos habían sufrido lo insufrible me superaba en todos los sentidos. No fue un paseo frenético, el lugar me producía un enorme respeto. Cierto que las trincheras en los aledaños de Souville no son de las mejor conservadas, para eso hubiésemos tenido que ir a las llamadas trincheras de Londres, pero era más que suficiente para hacerse una idea. La hojarasca de color ámbar cubría las zanjas, y un ramaje dispuesto de forma caótica le daba una apariencia siniestra, como si más allá de la maraña se encontrase un túnel del tiempo por el que nos pudiésemos trasladarnos a 1916.
De hecho, y ahondando en esta idea, decidí perderme por unos instantes y sumergirme en la espesura del bosque. Era tal la densidad de árboles y follaje que la vista tardó en acostumbrarse a la luz mortecina del ocaso. Entre la penumbra, me adentré en la silenciosa inmensidad del bosque. Era un bosque extraño, no sólo por la caótica disposición de los árboles sino por su silencio. Un silencio total. Ni un pájaro, ni un chasquido de ramas, nada. Como si en el bosque se hubiese hecho el vacío, mi presencia era del todo inoportuna. No fue la última vez que tendría esa sensación. Durante el periplo, Frasier se comportó de forma rara: no se separaba ni un palmo de mi. Quizás se pueda pensar que es una costumbre habitual en los canes, pero los que disfrutamos de su compañía sabemos que éstos suelen ir absolutamente a su aire en un entorno boscoso. Aún con más razón si se trata de perros cazadores o terriers como es el caso de mi perro.
Ahora lo recuerdo con una mágica mezcla de risa y absoluto afecto, pero hubo momentos en ese breve lapso de tiempo que el perro y nos observábamos preguntándonos que narices hacíamos ahí. Su mirada delataba una precaución inquietante. Al poco decidí pararme y echar un vistazo con más detenimiento a mi alrededor. No había un solo claro, y nos encontramos curiosamente rodeados de zanjas que se cruzaban entre si. Al pensarlo caí en la cuenta de que estábamos en segundas o terceras líneas de trincheras y que los cruces eran los ramales de comunicación. La sensación fue fantástica, pero el extraño temor no desaparecía. Al poco y como la corneta del 7º de caballería, sonó la voz de Laura preguntando donde estaba. No lo dudamos, nos giramos y un poco al trote volvimos hacia ella y nuestros amigos. Mentiría si dijese que no sentí una ligera sensación de alivio. Al verme, Laura me preguntó que ocurría, quizás mi cara delatase un poco de susto. Le dije que nada, sólo que fue muy impresionante. Curiosamente, el bueno de Frasier fue el primer en entrar en el coche. Puede que tuviese frío, aunque no lo creo.
Me quedé con el sitio y me prometí volver al día siguiente.
Otra vez en ruta, seguimos la boscosa carretera que lleva al campo de batalla de la orilla derecha: Douaumont, Thiaumont, Fleury, Damloup, Froideterre, Vaux, etc. A 300 o 400 metros a mano izquierda se yergue el Memorial de Verdun, donde en 1916 se encontraba el malogrado pueblo de Fleury. Fleury, como otros pueblos de la zona, desapareció literalmente de la faz de la tierra producto de los brutales bombardeos alemanes y franceses por hacerse con este preciado pedazo de tierra. No paramos, pero decidimos visitarlo al día siguiente.
Seguimos las indicaciones de la carretera y nos decantamos por Fort Douaumont. Pero en el camino topamos con uno de los monumentos más impresionantes de la zona: el Osuario de Douaumont que se yergue casi en el mismo lugar donde estaba la famosa Fermé de Thiaumont. Quisimos parar, pero la parte derecha de la carretera -delante de la necrópolis- era un seto contínuo, precioso, de una serenidad colosal. Al final de la recta, casi en el recodo antes de una curva encontramos un pequeño espacio para dejar el coche. Curiosamente, en ese recodo y a un nivel inferior se encuentran los restos del Abri 320.
Me sentí confuso ya que dos grandes chimeneas señalaban el límite del espacio y por un momento pensé en el gran abrigo subterráneo de las 4 Chimenées. El Abri 320 es un espacio de media ha. de terreno, como no, plagada de enormes cráteres que hacen de su paseo un montaña rusa. Durante unos diez minutos paseamos por la estructura superior del Abri 320 hasta que decidimos franquear la carretera y dirigirnos hasta la parte inferior de la necrópolis de Douaumont que se encuentra en la parte inferior de una vertiente que culmina en el siniestro edificio del Osuaire de Douamont.

Continua en: El infierno mudo (III)

sábado, 19 de septiembre de 2009

El infierno mudo (I)



Verdun.
Cualquier persona con un mínimo de recorrido histórico habrá oido hablar de ese lugar. Si la persona se interesa por la Gran Guerra, Verdun es cita obligada. Si esa misma persona lleva interesada en Verdun más de veinte años, se trata de una peligrosa obsesión.
Vencer las obsesiones es enfrentarse a ellas. En el peor, o mejor de los casos siempre se sucumbe a ellas. Y esa fue mi historia. Me enfrenté a Verdun y perdí. Pensaba que una vez allí el mito iría decayendo hasta formar parte de esos miles de recuerdos que invaden nuestros baúles. Pero sucedió al contrario. La obsesión cobró vida y renació, y ya de vuelta del infierno planeaba el retorno al abismo. Para mi suerte, o desgracia, no pasa un día en que no me acuerde de lo que allí vi y sentí.
Esta es la crónica de un viaje al infierno mudo.

A finales de agosto y pensando en unos días de descansando, Laura y yo convenimos en salir del mundanal ruido y de la humedad bochornosa de Barcelona. El objetivo estaba claro: huir del calor y buscar las suaves brisas del incipiento otoño del norte. Así, que uniendo varios cabos (frescor, descanso y buena gastronomía) nos llegó la visión: el norte de Francia. Pensé en unos vinitos de Borgoña, quizás algunas catas por la Champagne y, como no, Verdun. Mi subconsciente había elegido el destino.
Esa misma noche, durante una cena con una pareja de amigos salió el tema del viaje. Al poco de hablar y gracias a los efluvios de un buen vino, los amigos ya se habían apuntado y partíamos dos días después. Laura, esta pareja de amigos, mi inseparable Jack Russell (Frasier) y el que escribe.
Primera parada: París. Tres días después Reims y esa misma tarde, sobre las cinco, llegamos a Verdun.
La primera sorpresa - incluso para mí - fue encontrarnos con una hermosa ciudad de pequeñas dimensiones. El primer recordatorio fue el río, la Meuse. Serpenteando por la ciudad es atravesado por varios puentes. Nosotros la cruzamos por el que lleva a la famosa Porte Chaussée, eterno icono de Verdun en postales y sellos de la ciudad. Los muelles estaban perfectamente cuidados, limpios y repletos de curiosas barcazas de recreo amarradas. Al ver la Porte Chaussée me desperté de un largo letargo embrutecedor y me di cuenta de que estaba ya en Verdun. Casi imposible pero así era.
Aún muerto de hambre y exhausto, me moría por ir a los campos de batalla: Douamont, Vaux, Froideterre, Fort Souville, el ravin de la Mort, de la Dame, subir a las pequeñas colinas, meterme en las trincheras, en fin divisar el paisaje de unos de los lugares más célebres de la Gran Guerra.
Eran más de las seis, el día comenzaba a morir, pero yo y mis cuatros amigos pusimos rumbo al infierno, un infierno de infinitos matices verdes.
Cogimos una carretera al este de Verdun, avanzamos unos quinientos metros y casi al salir de la zona urbana encontramos un desvío a la izquierda que nos llevó colina arriba. Subimos, y al final de la cuesta pudimos contemplar la inconfundible silueta de la catedral de Verdun. Fue tal como la imaginaba.
A partir de ahí pareció como si canviásemos de latitud: la tarde se volvió sombría y la carretera, que estaba flanqueada por interminables filas de coníferas, nos conducía a otra dimensión. A esta sensación se le sumó la solitud, estábamos solos. No nos cruzamos con nadie. Al poco una profunda conmoción comenzó a adueñarse de mi. Me sentí como un profanador, como Karloff en Ladrón de cadáveres. Pisábamos un lugar semisagrado, y la sensación no me dejó hasta abandonar Verdun. Flotaba un halo de misterio, algo de estremecedor y no fui el único en sentirlo. Al día siguiente, un gran amigo sintió lo mismo aunque lo pasó peor.
De vuelta a la carretera, y recorrido aproximadamente un kilómetro, encontramos una desviación a la izquierda que señalaba la localización del Massif de Souville. Los cruentos y decisivos combates de junio y julio del 16 me obligaron parar. Entré en el desvío, paré el coche y descendimos. Qué impresionante .... !!!
A banda y banda de la carretera, incluso en una pequeña isleta entre la carretera principal y la desviación a Souville se encontraban, en buen estado, un grupo de trincheras que transcurrían en forma de zig-zag en paralelo a la carretera. No pude evitarlo, algo me empujó a entrar. Los que me quieren y me conocen me explicaron dos días después que en ese momento me transformé, que algo me ocurrió, como si algo o alguien me hubiese poseido. Dicen, incluso, que me cambió el gesto y que mis ojos brillaban con especial viveza. Ahora que lo dicen y mirando las fotos, tienen un poco de razón.
Una vez en las trincheras comencé a pasear por ellas ajeno totalmente a Laura y mis amigos. Sólo me acompañaba Frasier, que lo olisqueaba todo con una ansia desaforada. Al día siguiente comprendí que a Frasier lo habían superado igualmente las circunstancias, aunque quizás algo más.


Fotografías del autor

Continuará en: El infierno mudo (II)

jueves, 6 de agosto de 2009

Minas en el Mosa: la guerra fluvial en Verdun

 
No hay duda de que la batalla de Verdun fue uno de los peores durante la Gran Guerra, no sólo por la crueldad de la lucha sino por el simbolismo de la misma para ambos contendientes. El enemigo utilizó todos los medios a su alcance para aniquilar al adversario: artillería pesada en números hasta ahora desconocidos, gases mortales, lanzallamas, bombardeos aéreos selectivos y, minas acuáticas. Sí, la batalla de Verdun tuvo también su escenario acuático. Fue una batalla por tierra, río -el Mosa- y aire. La lucha hasta ahora poco conocida en Verdun, al menos por el que escribe, también tuvo su protagonismo en forma de sabotaje. El ejército alemán aprovechó su dominio en las partes más altas del río para lanzar a éste artefactos explosivos (minas) que perseguían destruir y aniquilar los puentes o estructuras que permitían el flujo de tropas francesas entre las dos orillas. El minado del Mosa respondía más a operaciones de hostigamiento que de un planteamiento estratégico en si. Fue Agustí Calvet (Gaziel), prestigioso periodista y escritor, el que durante su corresponsalía para La Vanguardia en Paris durante la Gran Guerra informó de ello. De sus múltiples crónicas para el diario - fervientemente acogidas por el público -, la editorial Estudio decidió aglutinarlas en forma de libro. Es precisamente en uno de esos libros, El Año de Verdun (1916), en el que se informa de esta peculiar forma de guerrear del ejército alemán en Verdun.
El pasaje en el que se menciona el episodio de la mina es este:
 
"Media hora después de abandonar la carretera de Bar-le-Duc a Verdun, y de habernos introducido por la soledad de un estrecho sendero [...] llegamos a las orillas del Mosa. Sobre la corriente del río están tendidos seis puentes paralelos de barcas.[...] Pasamos a la otra orilla, andando sobre uno de los puentes, y al tocar en ella suena explosión formidable, ensordecedora. Los montes que cierran a ambos lados el cauce del río, retumban sacudidos por la conmoción del aire. Volvemos, de instinto, los ojos hacia el lugar donde sonó el estampido, y divisamos un chorro gigantesco de agua brotando del fondo del cauce, a doscientos pasos de nosotros, en medio de un tranquilo remanso entre los innumerables que el Mosa forma por aquellos parajes. La tromba se levanta a una altura prodigiosa, y luego cae en peso, desplomada, salpicándonos el rostro de rocío. Todo vuelve a su aspecto primero. Los excursionistas nos miramos con inquietud. Ninguno de los soldados esparcidos por ambas orillas parece fijarse siquiera en el raro fenómeno. ¿Se tratará de una granada alemana? Nuestro guía nos explica el suceso. Lo que acaba de reventar en el agua no es una granada, sino una mina. El enemigo, que está instalado más arriba del curso del Mosa, en las cercanías de la selva de Apremont, acostumbra a lanzar de tiempo en tiempo artefactos de esos, con la intención de desbaratar las comunicaciones entre ambas orillas del río. La corriente se encarga de empujar las minas flotantes, y de empujarlas hacia Verdun. Pero los franceses han dispuesto, para librarse de ellas, una suerte de barreras, diques y pontazgos, contra los cuales las minas vienen a estallar inútilmente. Estas vallas están compuestas de series paralelas de estacas, empotradas en el lecho del río o flotando sobre la superfície, unidas entre sí por fuertes alambradas a manera de jarcias, que sostienen un muro de sacos atiborrados de arena. Los soldados no hacen caso ya de esos alarmantes fenómenos que la explosión de las minas producen, porque menudean de continuo. De suerte que, al cabo de unas cuantas explosiones consecutivas y espaciadas, los soldados se dicen: "Si el enemigo no miente, debe estar ya por caer la suspirada hora del almuerzo"..."
 
Gaziel. El Año de Verdún (1916). Barcelona : Estudio, 1918, pp. 22-23.

lunes, 30 de marzo de 2009

Viaje al teatro de la guerra: vacaciones en Verdun


Una de las características más emblemáticas y originales de la Gran Guerra fue la difusión que de ella se hizo a la sociedad civil, tanto de las naciones en guerra como de las neutrales. El papel que tuvieron los medios de comunicación en el seguimiento del conflicto fue absolutamente innovador, en lo que a forma y creación de discurso se refiere. La guerra interesaba a todo el mundo, bueno a casi todo, y esa curiosidad fue aprovechada por los medios y sus grupos de presión para crear un estado de opinión acorde a sus intereses. La guerra, sobretodo en las naciones neutrales, fue observada desde una posición de voyeurismo morboso.
La prensa española, a través de sus laboratorios de ideas y corresponsales, no sólo ofreció esa carnaza, sino que sus redacciones lidiaron a diario para ofrecer a sus lectores habituales y a los potenciales esa historieta o curiosidad que los hiciese decantar hacia su pizarra. No fueron sólo los redactores los que hicieron ese papel de acomodador, otros agentes llevaron al público hacia la púrpura platea de la guerra. Otro gran transmisor fue la publicidad. Fueron múltiples las empresas que aprovecharon las vicisitudes de la guerra y sus intereses comerciales para tentar al público con andanzas que cubriesen el cupo de la innata curiosidad humana. Quién dijo que la publicidad tiene sus límites. Desde una óptica actual y ciegamente presentista se corre el riesgo de criticar tales prácticas o técnicas. Pero es que acaso no era más cruel esa guerra industrial que había sorprendido a todos, soldados y civiles, por su inusitada y desconocida crueldad?? La publicidad se puso a su nivel. La publicidad respondía a ese ávido impulso de las nuevas sociedades de masas que ya no entendían ni de pudor ni de respeto. Quiénes de los que leían ávidamente las noticias no imaginaban impresionantes ofensivas y crueles batallas no muy lejos de sus seguros hogares? Quién no había oído hablar de la impresionante y heroica batalla de Verdun? Así que si Verdun querías, Verdun tendrás y eso fue lo que la publicidad ofreció. Nada más y nada menos.
Una de las conclusiones más interesantes del anuncio de la Sociedad Boulu no fue el traspasar los presuntos límites deontológicos de la publicidad, aumentando la innata y morbosa curiosidad humana –que la había-, sino el de mostrarnos esa idea tantas veces recurrente de la guerra breve y pasajera. La Sociedad española Boulu planificó los viajes a Verdun a la espera de que el desenlace de la guerra no se alargase lo suficiente como para perder el interés. Por si acaso, despenalizó las cancelaciones en caso de avisar quince días antes ¡!
La primera vez que vi el anuncio asomó en mi una tierna sonrisa. Se trató de un gesto de complicidad, de lástima ante ese mundo que murió y que no volverá jamás. Cierto que el impacto en un lector actual no es el mismo, ya que conocemos el desenlace de la historia. Pero no deja de ser curioso que el ciudadano de esa época pensase en términos de días o semanas cuando pensaba en la finalización de un conflicto como fue la Gran Guerra. Ese pensamiento de una guerra fugaz reflejaba la idea de una sociedad inocente que calculaba en términos de inmediatez los profundos cambios de la historia. Ese mundo murió, el mundo de ayer, el de los abuelos de Zweig.
Bendita publicidad, santa inocencia.

lunes, 23 de febrero de 2009

Verdun: la plus grand bataille de l'histoire de Jacques-Henri Lefebvre

Lefebvre, Jacques-Henri. Verdun : La plus grande bataille de l'histoire raconté par les survivants. Verdun : Éditions du Memorial, 1996. 507 p. Verdun: la plus grande bataille de l'histoire es un logrado ejercicio de síntesis y compilación sobre la primera batalla de Verdun, febrero-diciembre de 1916. La obra, extensa -más de quinientas páginas-, combina perfectamente la narración histórica de los hechos con cientos de testimonios e historias de soldados y oficiales franceses que participaron en ella. La exposición de los hechos no es aséptica, al contrario. La pluma de Lefebvre apunta y dispara continuamente hacia los culpables de los errores cometidos antes y durante la batalla. No duda en acusar abiertamente a todos aquellos que se vieron envueltos e implicados en los graves errores de Verdun, como el desguarnecimiento de las fortificaciones del sector (Région Fortifiée de Verdun), la cadena de errores que permitieron la ocupación alemana de Fort Douaumont que costaría, según Lefebvre y otros historiadores, la muerte de más de 100.000 soldados, el fallido contraataque de mayo contra Fort Douaumont, etc. Tampoco se muerde la lengua al tildar de terrible incompetencia la decisión del Grand Quartier Général de abandonar las posiciones francesas en el sector de la Woëvre, al este de Verdun. Pétain en su Bataille de Verdun también lamenta la retirada de la Wöevre, aunque su estilo sea más comedido que el de Lefebvre. A ninguno de ambos les faltó razón, la decisión de retirarse de las posiciones de la Wöevre respondió más a razones de urgencia que de estrategia. Con el abandono de la Wöevre, Verdun se convirtió aún más en un saliente.
Desde un punto de vista conceptual, la estructura narrativa de la obra sigue el hilo cronológico de la batalla y de los principales sucesos (21 de febrero, caída de Fort Douaumont, los ataques alemanes en ambas orillas, Fort Vaux, etc.). A un nivel más formal, se entremezclan perfectamente los detallados datos de unidades, movimientos y número de bajas con la inclusión de estremecedoras y terribles vivencias de los soldados. El testimonio prima sobre la historia y el subtítulo de la obra no es una casualidad. Se trata de una historia contada por los supervivientes. Este rasgo junto con la inclusión de numerosas e inéditas fotografías y el marcado carácter crítico de las opiniones de Lefebvre son las características más notorias del libro. El autor no deja un palmo de Verdun sin escrutar, aunque algunos aspectos estén descritos de una forma más superficial como es el caso de la guerra aérea sobre Verdun. El Verdun de Lefebvre es el Verdun de la infantería, el Verdun del poilu. La historia del poilu de Verdun es la historia de un martirio en la que el soldado francés , y también, va pasando por todas la estaciones del Calvario. El autor logra transportarnos a las miserias y penurias del soldado a través de las palabras de los propios protagonistas. Palabras que describen el miedo, el dolor, el sufrimiento y la barbarie a la que se vieron sometidos todos aquellos hombres que participaron en la batalla de Verdun. El lector, ante tanto horror, se sumerge en una catarsis de misericordia y piedad por unos hombres que lucharon y murieron entre la nada y el infierno. La dura digestión de una obra de este tipo conduce a numerosos interrogantes: Cómo puede el hombre sobrevivir a tanto horror? Qué empuja a los soldados a seguir manteniendo las posiciones, cuando el enemigo arrasa todo a su paso y la muerte es segura? Dónde está el límite de la obediencia? Verdun, y de ello se encarga perfectamente Lefebvre de recordárselo al lector, fue una epopeya del horror, el infierno en su versión más terrenal. Canini en su obra Combattre à Verdun muestra una de esas paradojas: "en el fragor de la batalla, la artillería desenterraba a los muertos y sepultaba a los vivos".Las fuentes de la obra son ingentes, quizás tantas, que el autor ha declinado citarlas en un apartado de notas o bibliografía. Quizás éste sea el único punto negro de la obra: la inexistencia de una bibliografía académica. Lefebvre, sin embargo, bebe hasta saciarse de las obras de Jacques Pericard y de los coroneles Marchal y Grasset. Concluir que el Verdun de Lefebvre no deja a nadie indiferente. No es un Verdun más. Perfectamente documentada cumple a la perfección su objetivo: describir el horror de, quizás, la batalla más dura y cruel de la historia.
Todo un homenaje a los héroes de Verdun.

sábado, 24 de enero de 2009

Los Misterios de Verdun

La batalla de Verdun es de los episodios bélicos de la historia reciente que más literatura han generado. Sobre ella y sus consecuencias se ha escrito desde el primer momento, desde la misma trinchera, pero también desde el despacho y sobretodo desde la tranquilidad del hogar reencontrado. La bibliografía sobre Verdun es múltiple y diversa. Abarca desde tratados militares a las guias Michelin, de historias de unidades a libros escolares, y de libros-postales hasta cientos de testimonios de soldados y oficiales que participaron en ella. Éstos escribieron, siempre, desde la amarga y dura experiencia del abismo. Todas sus historias, las suyas propias, tienen un denominador común: la descripción de la interminable pesadilla, del infierno, de la carnicería, del apocalipsis. El horror, el miedo a morir, la inseparable presencia de la muerte, el lodo omnipresente y la contínua visión de las naturalezas muertas junto con el contínuo olor a podredumbre procedente de los cadáveres y otras penalidades son el imaginario recurrente en todos los testigos de la barbarie.
Sin embargo, compartiendo anaquel con las vivencias terribles coexiste el tratado militar. Este tipo de fuente proporciona información más racional y ordenada, basada en datos y cifras contrastables, sin apasionamientos. Por todo ello, un estudio detallado de los libros de historia militar sobre Verdun ofrece un universo, más racional, más lógico, pero aún así, no exento dudas o lagunas. Quizás no se trate de grandes dudas, pero sí de pequeños interrogantes que llevan al estudioso a sumergirse aún más en el Verdun como acontecimiento histórico único, o como lo llamaría el poeta Paul Valéry "Verdun, c'est una guerre tout entière insérée dans la Grande Guerre.., una guerra dentro de la Gran Guerra.
En el análisis de la batalla de Verdun abundan las certitudes y los hechos palmarios. Pero una nueva y concienzuda interpretación de los hechos podría proporcionar otras casuísticas o conclusiones.
La historiografía de todas las latitudes ha repetido y ha corroborado hasta la saciedad que el Grand Quartier Général francés erró en el desmantelamiento del sistema defensivo de la region de Verdun (decreto de agosto de 1915) ; desoyó las amenazas de un ataque alemán en la zona de Verdun aún bajo la presión de las informaciones proporcionadas por la oficina de información de l'Armée (2e Bureau) y de los incontables prisioneros alemanes que alertaban de una gran ofensiva ; abandonó -quién sabe porque- la defensa activa de la Région Fortifié de Verdun (construcción de puntos fuertes y trincheras) ; hizo caso omiso a las peticiones de algunos de los mandos sobre la falta palmaria de armamento y recursos humanos, y un largo etcétera de faltas que explican gran parte de los éxitos alemanes en los primeros momentos de la batalla. Uno de los ejemplos más notorios de la incompetencia de los mandos en el tema Verdun fue la pérdida de Fort Douaumont. Sobre la caída de Douaumont, la historiografía francesa, en muchos casos, ha corrido un tupido velo para evitar señalar a los culpables y así pedir explicaciones. Pero otros historiadores como Lefebvre o Pericard recurren claramente a señalar a determinados mandos de suma incompetencia e irresponsabilidad, culpándolos en primer lugar de ocasionar, con su falta, la muerte de más de cien mil franceses. Curiosamente aquí comienzan algunos de mis interrogantes, Canini en su Combattre a Verdun comenta que los mandos, ante la amenaza latente de un ataque alemán a gran escala decidió enviar a la zona de Bar-le-Duc a unos 70 kilómetros de la línea de frente dos de la mejores divisiones de infanterías de l'Armée (7ª y 20ª DI). La 20ª, al mando de Balfourier, era llamada la División de hierro.
La pregunta que surge es:
El GQG envió a ambas divisiones de reserva para evitar que el golpe -ya previsto- fuese menor, y así tapar la herida antes del desangre?
Sabían realmente del ataque los mandos del GQG? Con la hipótesis plausible de que la conociesen, consintieron la gran ofensiva alemana en vistas a un ataque conjunto aliado en verano de 1916?
Chantilly sirvió para planificar la ofensiva aliada en el Somme, y una vez iniciada la batalla de Verdun sirvió para sus objetivos ulteriores?
El Somme alivió a Verdun, o Verdun facilitó el Somme, con miles de tropas alemanas atrapadas en las trincheras de Verdun?
Resumiendo, fue Verdun un cebo?
Esta serie de interrogantes plantean o animan a otra lectura de los hechos o a su reafirmación. Sin embargo, los verdaderos misterios de Verdun residen en las decisiones estratégicas del Alto Mando alemán en relación al planteamiento ofensivo.
Los dos interrogantes inconclusos son: Por qué no se decidió atacar sobre las dos orillas del Mosa, y en cambio se permitió a la artillería francesa atacar el flanco derecho del ataque alemán desde la Côte 304 y Mort-Homme, lo que restó a los primeros instantes del ataque sus mejores perspectivas de éxito? Pura incompentencia??
Por otro lado, queda claro que la no-destrucción de los puentes del Mosa en Verdun y dejar intacta la Voie Sacrée respondía, en los primeros tempos de la ofensiva, a la intención de mantener el cordón umbilical de Verdun con el resto de Francia para así poder convertir el campo de batalla en una picadora.
Pero la gran cuestión es: Constatado por el Alto mando alemán que Verdun ya era en abril una picadora de carne alemana, por qué no destruyeron la única vía de avituallamiento de víveres, tropas y municiones??
La aviación alemana era incapaz de bloquear el tránsito en una via tan frágil como la Voie Sacrée? Por qué su mantenimiento? ...
Reflexionemos !!

martes, 20 de enero de 2009

Verdun 1916, Malcolm Brown

Brown, Malcolm. Verdun 1916. Tempus, 2003.

Una visión panorámica y periférica del libro, sin entrar en detalle, concluiría que no añade más de lo mismo, o de lo que ya sabemos. Ésta podría ser una muy breve y quizás injusta reseña. Sin embargo, hay que tener en cuenta dos detalles de suma importancia que pueden explicar la génesis del libro y sus contenidos: 1) el mejor libro en inglés sobre Verdun está a punto de cumplir los 50 años, el libro de A. Horne, The Price of glory salió en 1962 ... 2) y lo más importante, el Imperial War Museum está detrás de la edición del libro de Brown ... O lo que es lo mismo, el mundo británico y anglosajón no puede permitirse tanto silencio sobre quizás la batalla más notoria de IGM. Tampoco hay que olvidar que Malcolm Brown tiene o tuvo una estrecha relación con el IWM. Detalles crematísticos aparte, que ofrece el libro?? La verdad??? Sinceramente?? Ninguna novedad en cuanto a contenidos inéditos.
No obstante, Brown aporta una frescura narrativa que no ofrecía Horne, y que, por supuesto, tampoco ofrecen los franceses - me refiero a Lefebvre y Pericard - que aún siendo los mejores en cuanto a análisis militar, su estilo es denso y cansino, a pesar de la multitud de testimonios que ofrecen. Verdun 1916 es una obra de divulgación llana y simple, con la vista puesta -exclusivamente- hacia el público británico, pero una admiración exquisita hacia todo lo relacionado con Francia y Verdun - desgraciadamente no muy habitual en la literatura británica, si exceptuamos a Liddell Hart y algún otro. Su lectura es amena, tranquila y sencilla. Se trata, en definitiva, de un revisited. Aún así, tiene cosas sorprendentes: ni una sola cita ni a Lefebvre ni a Pericard. Podría parecer un gesto más que un guiño, sobretodo por las derivas políticas de ambos. Afortunadamente, en cambio, cita a Pétain, si no lo hubiese hecho quizás la lectura habría acabado antes ... El libro tiene detalles curiosos: poco grafismo o cartografía, referencia exclusiva a la batalla, no aburre con estadísticas o nombres de regimientos, quizás abusa en el testimonio y excluye - creo conscientemente - el apartado político, que yo agradezco y que en cambio aborrezco de Horne. Se vende en numerosas librerías y su precio en el IWM es de poco más de 12 euros. Dentro del desierto en lengua inglesa sobre Verdun el libro es un soplo de aire fresco. Interesante.